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Septiembre y el hígado político de Pablo Iglesias / Por Antonio Campuzano

Septiembre y el hígado político de Pablo Iglesias / Por Antonio Campuzano

Septiembre sin julio no sería lo mismo. En términos políticos y en España. Se pueden o no se pueden sacar conclusiones de lo sucedido en la semana melodramática de la investidura fallida. Para la izquierda, es decir, PSOE y Podemos, se impone alguna que otra conclusión. Quizá para PP también valdría alguna conclusión, pero solo sería necesaria si el balance de la izquierda sobre lo sucedido esta semana resulta precisamente sin el final del silogismo. Parecía que las personas no eran decisivas en la negociación final entre socialistas y morados, pero han devenido en absolutamente resolutorias.

El paso hacia el perfil de Pablo Iglesias, empujado por Sánchez, era notoriamente hipócrita a tenor del protagonismo en la investidura. Pensar que Iglesias debería buscar el banquillo para facilitar la investidura era ya un exceso por cuanto supondría relativizar del todo al líder del partido que tenía que firmar la coalición. Y eso supondría descabezar al partido de Podemos precisamente por la parte más alta de la formación. Es comparable a hablar de pactos con el Partido Regionalista de Cantabria prescindiendo de Miguel Ángel Revilla, amén de echar pestes de la industria de la anchoa. Quizá ahí anide el mal de todo lo sucedido: el ejército morado, si tiene una referencia, pese a la escisión de Errejón, es Pablo Iglesias, y si algo votivo existe es el logo de la coleta.

Decir que el «principal escollo» para el final del cuento es Iglesias es cargar con dos balas una recámara con solo dos compartimentos. Nada de programas. Aquí lo que ha fallado ha sido la nomenclatura. Siempre se había intuido, pero ahora es una realidad. Sánchez e Iglesias son incompatibles en estilos, en liderazgo, en formación y empatía. Lo que parecía reducido a la reluctancia de Albert Rivera con el presidente de gobierno, tiene amplificación en alguien más. La coalición tropieza con este principal obstáculo para el que no parece haber terapia inhabilitadora. Como dice Milena Busquets en «Hombres elegantes y otros artículos «, Anagrama, 2019, «al parecer, la inmortalidad no es negociable, pero todo lo demás se puede discutir».

De persistir el problema, pues, de la infranqueable línea de la inamistad entre los vectores del necesario entendimiento, solo quedaría una satisfacción para la izquierda en su conjunto y es la ideada por Alberto Garzón, de Izquierda Unida, rescatado por fin para la cabalgata de la luz pública, atrasado o adelantado siempre a Pablo Iglesias, en el terreno de la sombra eludible. Esto es, la entrega de la investidura a cambio de nada, la versión 2.0 de lo sucedido con motivo de la moción de censura del año pasado. Vencedores ex aequo Sánchez e Iglesias. El primero continuaría su luna de miel desde el día que llenó el depósito de gasolina del  Peugeot 407, cuando la «vuelta de Magallanes y Elcano». Pablo Iglesias podría recordar siempre justicieramente que dio dos volantazos históricos para salvar la idea y la grandeza de la izquierda, esa sustancia tan cara y reacia a la categoría de la unidad. Y con la compensación equivalente a cero en  el cómputo de carteras y secretarías de Estado.

Se le debería un algo a Iglesias, por lo menos el reconocimiento. Como dice Jorge Herralde, en sus memorias recientes, «Un día en la vida de un editor». Se lo decía Nicanor Parra a los chilenos a la muerte de Bolaño, «le debemos un hígado a Roberto».