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Quino y Mafalda / Por Vicente Alberto Serrano

Quino y Mafalda / Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

Dedicado a Elisa, mi Mafalda filial

El 29 de septiembre de 1964 –Se ha cumplido ya más de medio siglo– Mafalda se cuela por primera vez entre las páginas del prestigioso semanario bonaerense Primera Plana. Ella tenía seis años. Yo quince. En Argentina un médico estaba al frente del gobierno, Arturo Umberto Illia, empeñado en sanear, desde la utópica conducta democrática, una esperanzadora etapa; dos años más tarde sería pisoteada por la dictadura militar del general Juan Carlos Onganía. En España la palabra democracia llevaba bastantes años en desuso, la había pisoteado tiempo atrás el que era ya un viejo general(ísimo) de 72 años. Mafalda confesaba su amor a la democracia, los derechos de los niños y la paz. Admiraba a los Beatles, Charlie Brown, Snoopy y el Che. Odiaba la sopa, las armas, la guerra y a James Bond. Nosotros aquí comprábamos los primeros singles de los Beatles, pero desconocíamos a Snoopy y poco sabíamos del Che. Leíamos a Zipi y Zape, el Caco Bonifacio, Carpanta, Las hermanas Gilda… y veíamos en la televisión de blanco y negro a Los Picapiedra y el Oso Yogui. No recuerdo que llegásemos a odiar, pero sí a qué le teníamos manía: a los No-Dos y su protagonista, los bocadillos de mortadela, el tamborilero de Raphael y la voz de Matías Prats en las retransmisiones taurinas de las siestas de verano. Hasta seis años más tarde, no conocimos a Mafalda. Para entonces ella debería tener ya 12 años, pero no había crecido, tan sólo había madurado: ¡aún más! Yo casi le doblaba la edad, y aunque tal vez no había madurado tanto como ella, ya sabía quién era Charlie Brown, que al Che lo habían matado en Bolivia, que los Beatles se habían separado, que el viejo general(ísimo), con casi ochenta años, padecía flebitis y que la democracia era una palabra desempolvada que comenzaba a ser fuertemente deseada por el pueblo. En 1970 la editorial Lumen consiguió publicar, por fin, el primer álbum de Mafalda, aunque obligados por la censura a que figurara en la cubierta: “Para adultos”.

Quino y Mafalda.

Quino y Mafalda.

Para adultos

Desde su patética decrepitud, el régimen se empeñaba aún en protegernos con su abstruso paternalismo y temerosa moralina. Así fue como las viñetas con las “subversivas” opiniones de Mafalda, Felipe, Manolito, Susanita, Miguelito, Libertad y Guille, se convirtieron en lectura para mayores. O al menos eso intentaron. Sin embargo lo bueno fue que los mayores lo entendieron y agotaron edición tras edición de aquellas tiras de la niña contestataria que, con sus lúcidas reflexiones y sus preguntas inquietantes, dio la oportunidad a los padres para que pudiesen acceder al otro lado del espejo y comprender mejor el mundo de sus hijos. Con toda razón escribía Umberto Eco en el prólogo a la edición italiana: «Puesto que nuestros hijos se preparan para ser, por elección nuestra, una multitud de Mafaldas, no será imprudente tratar a Mafalda con el respeto que merece un personaje real».

Quino y García Márquez

El autor de Cien años de soledad afirmaba que, después de leer a Mafalda, lo que más se acercaba a la felicidad era la quinoterapia. Por eso no dudó en prologar Todo Mafalda (Ed. Lumen) y escribir sobre él: «Quino, con cada uno de sus libros, lleva ya muchos años demostrándonos que los niños son los depositarios de la sabiduría. Lo malo para el mundo es que a medida que crecen van perdiendo el uso de la razón, […] y al final –convertidos en adultos miserables– no se ahogan en un vaso de agua sino en un plato de sopa». Quino no permitió que Mafalda naufragara en un plato de sopa. Ella no se lo habría perdonado nunca. Quino no permitió que Mafalda creciera. Tras diez años «extenuantes» –según palabras del propio Quino– en 1973 apareció la última viñeta de Mafalda. Parecía extinguirse cuando acababa de aterrizar en nuestro país. En las tiras de Mafalda la muerte se entendía como una fatalidad que afectaba sólo al reino de los adultos. En algún otro medio Quino llegó a declarar que si Mafalda hubiese tenido que vivir la dictadura militar genocida que gobernó su país entre 1976 y 1983, hubiese sido, sin lugar a dudas, la primera “desaparecida”.

Monumento a Mafalda en Buenos Aires, en la esquina de las calles Defensa y Chile.

Monumento a Mafalda en Buenos Aires, en la esquina de las calles Defensa y Chile.

Elisa y Mafalda

Elisa nació tres semanas antes de que asesinaran a John Lennon. En el colegio la llamaban “Mafalda”, tal vez por su negro pelo encrespado o es posible que por muchas de sus peculiares reflexiones y preguntas. Elisa está licenciada en Historia del Arte, pero a la entrada de su casa no nos encontramos con una reproducción del David de Miguel Angel, sino con una figurita de Mafalda en resina y una foto de los cuatro Beatles desayunando croissants. En alguna de sus estanterías aún conserva el ejemplar manoseado y desvencijado de Todo Mafalda, con el prólogo de García Márquez y una dedicatoria iniciática de su padre. Son sus iconos; referentes de una realidad que ella no conoció. Los Beatles para entonces ya sólo se conservaban en los vinilos y Mafalda sobrevivía gracias a las páginas de las reediciones. Razón tenía Umberto Eco cuando nos responsabilizaba a toda una generación, porque quisimos convertir a nuestros hijos en una multitud de Mafaldas. Tal vez lo único que pretendimos, fuera compartir nuestros descubrimientos tardíos, porque como cantaba Raimon: «…veníamos de un silencio antiguo y tremendo». Pensábamos que Tintín de Hergé, El pequeño Nicolás de Sempé, Carlitos y Snoopy de Schulz o el Eleanor Rigby eran joyas que merecían la pena mostrar a nuestros hijos. Hoy hemos perdido al padre de aquella Mafalda, que hace más de medio siglo, comenzó a cuestionarse el mundo desde las páginas de un semanario. Todavía permanecen en nuestra memoria algunas de sus coletillas, reflexiones con las que pensamos que esto tenía arreglo. Sin embargo, llegados a esta edad, nos habíamos refugiado en el otro Quino. En aquellos trazos que ya no contienen palabras ni a la niña contestataria. En sus dibujos mudos de conmovedora poética porque, como afirmaba Mafalda: «…la vejez es una fatalidad que sólo afecta al reino de los adultos». Hoy –con la que está cayendo– no solo Mafalda, sino todos los demás nos sentimos aún más huérfanos.