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Northern exposure / Por Juan Manuel Muñoz

Northern exposure  /  Por Juan Manuel Muñoz

Mi amiga Elisa, natural de Cicely, Alaska, cumple hoy cincuenta años, que es algo que puede ocurrirle a cualquiera a poco que se cuide y tenga suerte bastante. No es fácil llegar; a ese pueblo, digo; a los cincuenta, depende. Un vecino charlatán solía orientar a los visitantes del siguiente modo: «Coges la carretera y te diriges al norte, sin destino fijo, y justo cuando crees que has perdido el contacto con todo lo real, te encuentras con Cicely, Alaska». Elisa vive allí en un château fastuoso, aunque algo fané y descangallado, ocupada con sus perros, sus gallinas, sus plantas y sus peluches de fabricación casera; también cuida del cementerio local y lo hace de noche, en pijama y pantuflas, como hay que hacer estas cosas para darles algo de emoción y ese encanto indefinible que señala la sutil frontera entre la excentricidad y la camisa de fuerza.

Naturalmente, mi amiga Elisa podía haber elegido cualquier otro sitio para nacer, a condición de que fuera tan absurdo y encantador. Ese pueblecito donde no era poco que amaneciese, por ejemplo, y donde la devoción por Fúlkner era universal. O quizá en Castroforte del Baralla, lugar de origen del señor Torrente Ballester, esa ciudad inverosímil que levitaba cuando sus habitantes se sentían acongojados por algún peligro externo y donde el loro republicano del boticario, cuando los falangistas fueron a buscarlo para darle el paseo, escapó por los tejados al grito de: ¡El miedo es libre! ¡El miedo es libre! El caso es que Elisa eligió el frío, hace ahora cincuenta años, y creo que aún no ha tenido tiempo de arrepentirse.

Allá en Cicely, Alaska, la gente vive como si nunca fuera a morir y lo cierto es que, en efecto, aunque envejecen como todos, morir no es una costumbre bien vista; digamos que se considera una desconsideración hacia los demás, una deplorable falta de modales. Atendamos a lo que decía al respecto el ya mencionado vecino charlatán: «Según lo veo, da igual que estés aquí cuatro años o cuatro semanas. El hecho es que estás aquí ahora y cuando estás en un sitio tienes que vivir al máximo, porque no se trata de cuánto tiempo se está en un sitio, sino de lo que uno hace mientras está allí. Y cuando uno se marcha, saber que ese sitio ha mejorado durante su estancia». Claro que no siempre sus vecinos son felices. También arrastran amarguras. Basta con preguntar a la dueña del colmado local por sus hijos para escucharla lamentarse: «Rudy está en Portland, conduce un camión y en su tiempo libre escribe poesía pastoril, pero Matthew…»«¿Qué le pasó?», pregunta alguien temiendo lo peor. «Está en Chicago», responde la buena mujer muy compungida, «se hizo banquero». Nadie es, ya saben ustedes, perfecto.

En estos tiempos de series televisivas abrumadoras, cuando el ocio (a causa de la pandemia, pero no solo por eso) se limita al salón de nuestra casa, Cicely, Alaska, sigue siendo un lugar acogedor. Allí nadie te gritará ni afearán tu conducta ni murmurarán a tu espalda. Y si lo hacen será por tu bien. Es posible que no siempre entiendas a sus habitantes, pero al menos puedes estar seguro de algo: te cuidarán porque eso es lo que hacen los seres humanos, cuidarse. Viene siendo así desde que vivíamos en las cavernas; mucho antes, en realidad, desde que bajamos de los árboles, nos erguimos y echamos a caminar por la sabana con ese pulgar oponible que tan raro nos parecía entonces pero al que acabamos por cogerle cariño.

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La vida es frágil y morirse es un desperdicio. La Humanidad lleva un año enterrando gente de más, gente que aún debería estar viva, ancianos en su mayoría. Quizá porque los números son solo números y además son tan exagerados que terminan por abrumarnos, no nos detenemos a pensar en todo lo que se pierde cada vez que un abuelo no puede más, se rinde y deja caer la barbilla contra el pecho. Todo lo que ha vivido, todo lo que ha visto, la enorme cantidad de cosas vulgares, terribles y maravillosas que han desfilado por su cabeza, sus odios, sus amores, sus destrezas, el vínculo irrecuperable que suponían con el pasado, desaparecen para siempre. Y como es una cifra más en una desmedida corriente de cifras, lo aceptamos como si fuera natural y seguimos adelante.

Todos somos raros y a menudo no nos gustamos ni a nosotros mismos, pero eso no debe impedir que cumplamos el único mandato al que estamos obligados como especie: cuidar los unos de los otros. Nadie más lo hará, ni políticos ni mecenas ricachones ni salvapatrias; nosotros, los de aquí abajo, los de siempre, los que toda la vida lo hicimos a mayor gloria de quienes mandan. Y si alguien les habla de las bondades de la competencia o les intenta convencer de que lo primordial es salvar la economía, no lo crean; suele ser gente que ha heredado privilegios y fortuna de algún antepasado, presumen de trabajar duro para levantar el país pero no lo han hecho jamás y lo que pretenden es tan solo proteger sus regaladas, inviolables, superfluas e inútiles existencias.

Si no saben de qué hablo cuando hablo de Cicely, Alaska, puede deberse a dos motivos. El primero es que sean ustedes muy jóvenes; en ese caso no se preocupen, porque si las vacunas terminan por llegar, si conducen siendo conscientes de que los accidentes le ocurren a cualquiera y no solo a los demás y si beben alcohol de forma moderada, también llegarán, como mi amiga Elisa, a cumplir los cincuenta. El segundo, que allá por la década de los noventa, cuando Cicely, Alaska, tuvo su gloriosa y efímera existencia antes de evaporarse en el aire como una pompa de jabón, estuvieran ustedes ocupados en otras cosas de mayor interés y algún beneficio; tampoco se preocupen por eso y quédense con lo importante: hay que cuidarse los unos a los otros, aunque solo sea porque nada hay más elegante en este pícaro mundo que la bondad.

Todo lo demás –como bien saben en Cicely, Alaska– es barullo, tontería, maldad encubierta y ganas de conversación.

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 Juan Manuel Muñoz Aguirre es licenciado en Sociología y Ciencias Políticas y bibliotecario del Ayuntamiento de Alcalá de Henares. Como escritor, ha destacado en poesía, si bien su obra se extiende también al cuento y la novela.