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Mentiras / Por Ismael Ahamdanech

Mentiras / Por Ismael Ahamdanech

Recuerdo perfectamente el día que me mudé a Luxemburgo. Dos de enero de dos mil ocho. Dejaba atrás una España radiante. Y no solo por el sol, que también, porque es bien sabido que allí en el centro de Europa la luz brilla por su ausencia. Pero había algo más. Dejaba un país que había vivido en los últimos treinta años un milagro económico y social sin parangón. En mil novecientos ochenta y uno, aún éramos receptores de ayuda al desarrollo de la OCDE; en dos mil ocho la nuestra era la octava economía del mundo. Cuando en dos mil tres estuve viviendo en Estados Unidos, las carreteras no me sorprendieron, en España las había mejores. Y tuve la misma sensación al llegar a Luxemburgo y recorrer Alemania, Francia y Bélgica que están, literalmente, a tiro de piedra del Gran Ducado. Lo que sí me había sorprendido en Estados Unidos es lo atrás que se habían quedado socialmente en muchos aspectos. Y la cosa mejoró: aún quedaba que aquí se apoyara el matrimonio homosexual, lo que nos convirtió en un país aún más puntero en derechos sociales.

Esa era la España que dejaba aquel dos de enero de dos mil ocho. Me iba, y en la maleta metí una camiseta del Madrid y una bandera reluciente. Reluciente de rojo y de amarillo, de sol y alegría, y de crecimiento. Económico sí, pero también de derechos sociales y de libertades. Presumiendo de un país que era (y sigue siendo, sin duda) motivo de orgullo. Un orgullo que, además, se acrecentaba por la buena imagen que tenía (y que tiene) nuestro país entre europeos y gente del resto del mundo.

Y sin embargo…

Sin embargo, cuando volví en agosto de dos mil quince me encontré un país diferente. Puede ser, no lo niego, que en parte mi impresión estuviera influida por los estragos que el paso del tiempo había obrado en mí. Al fin y al cabo, me fui con poco más de treinta y regresé con casi cuarenta. O, lo que es lo mismo, salí de España siendo joven y volví siendo medio viejo. Y ya se sabe que no hay nada como la juventud para dulcificarlo todo. Pero no era solo eso. Había algo más. La crisis, claro. Y sus efectos: una sociedad dividida; los ganadores, que eran los mismos que la habían provocado, con el bolsillo hinchado y en un sentimiento de invulnerabilidad que los hacía, y hace, aún más insoportables; y los perdedores, casi todos, enfadados con un sistema político y unos actores sociales que no han tenido respuestas ante lo que ha pasado. Y, lo que es peor, que siguen sin tenerlas.

Era la crisis, claro. Pero no era solo la crisis. Había otras cosas. Por ejemplo, bromas que, en mi infancia o adolescencia eran normales y que ya no se podían hacer porque parte de la izquierda se había convertido en un frente censor que imponía cánones éticos y repartía carnés de buenos ciudadanos. O raperos que pagaban sus imbecilidades en la cárcel porque parte de la derecha había conseguido que el mal gusto se pagase como un crimen, coartando gravemente uno de los pilares básicos de cualquier democracia, la libertad de expresión, aunque lo que se expresa sean los pensamientos de cerebros, como el de Valtonyc, del que solo sale mierda.

Sin embargo, yo pensaba que había límites que no se sobrepasarían. Pero resulta que no, que en esta deriva suicida en la que hemos entrado, ni los límites más elementales, como los derechos de los niños, son respetados. Así, entre las múltiples vomitonas con las que Vox se empeña en manchar la bandera de España, de la que tan orgulloso estoy, ninguna tan repugnante y mal oliente como la de los MENAS.

Lo es porque resume a la perfección la ideología racista y xenófoba de ese partido. Y por algo más: porque se ensaña con los más débiles de la sociedad, niños inmigrantes que, además de ser niños y de ser inmigrantes, no están acompañados por su familia. El mero uso del acrónimo MENA para deshumanizarlos es insultante, cuanto ni más lo que los prebostes de Vox dicen de ellos.

Ahora bien, el mensaje cala. Claro que cala, como lo han hecho otros muchos mensajes miserables a lo largo de la Historia y lo hacen hoy en determinadas regiones de España, en especial en Cataluña, donde el fascismo nacionalista campa a sus anchas y, como regalo, nos lo va a acabar trayendo al resto del país.

Decía que el mensaje de Vox cala. Por supuesto que lo hace. El miedo es libre y aferrarse a las seguridades en tiempos de incertidumbre puede ser comprensible, aunque, no está de más decirlo, un cobarde siempre será un cobarde y vale menos que un valiente. Pero, de la misma forma que el miedo es libre, la razón también lo es. Y, si bien subjetivamente uno pueda dejarse llevar por sensaciones, tengan o no fundamento en la realidad, objetivamente hay hechos fáciles de contrastar, y mentiras, igualmente fáciles de desmontar, que el nuevo partido (nadie los llama populistas y no entiendo por qué) está expandiendo y que no resisten el más mínimo análisis racional. Se podrían poner aquí muchos ejemplos, pero no es necesario: algunos son tan grotescos que ni siquiera hace falta citarlos.

Así que cada cual sienta el miedo que quiera y que cada quien interprete la realidad de un modo subjetivo, tal y como le venga en gana y como le dicten sus prejuicios y sus odios y amores. Pero, por favor, en la medida de lo posible, que no nos intenten hacer comulgar con ruedas de molino ni creer mentiras abyectas que solo nos llevan a un precipicio que creíamos olvidado.

P.D: Yo también vivo en Hortaleza, y no detecto un especial miedo por los menores extranjeros no acompañados. Tristeza y rabia por su situación, sí. A fin de cuentas, este es un barrio conocido desde hace mucho tiempo por su lucha por los derechos sociales de los más desfavorecidos.