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Manuel Peinado y Washington Irving / por Vicente Alberto Serrano

Manuel Peinado y Washington Irving / por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

Manuel Peinado Lorca nació en el Campo del Príncipe, en pleno barrio del Realejo granadino. Casi frente por frente a la parroquia de San Cecilio, ese patrón de Granada del que no solo llegó a cuestionarse su martirio sino hasta su existencia; tal vez por culpa de la aparición de los Libros de plomo del Sacromonte. Sobre el Campo del Príncipe, como una sombra inquietante, se yergue el Hotel Alhambra Palace, un sueño –más bien pesadilla– historicista; mezcla de la Torre del Oro sevillana, las murallas de Ávila y un pastiche moruno que proyectó la imaginación calenturienta del Duque de San Pedro Galatino, cuando a comienzos del pasado siglo (1910) decidió que el fabuloso entorno que se vió obligado a abandonar Boabdil, lo recuperaran los turistas pudientes, creyéndose así protagonistas de un cuento de Las mil y una noches. Durante décadas muchos de esos turistas e infinidad de visitantes de la Alhambra y el Generalife, no dudaron en pasar por el estudio fotográfico de Garzón, para perpetuarse como personajes nazaríes, incluida vestimenta y forillos arabescos de cartón, plasmados en un retrato con marco damasquinado, recuerdo imperecedero de sus sensuales pero artificiosas aspiraciones orientalistas. Buena parte de esa escenografía, de ese sugerente paisaje urbano, conformó el telón de fondo en la infancia de Manuel Peinado. Por tanto era lógico que afirmase, en la presentación de su traducción de un texto inédito de Washington Irving, que los Cuentos de la Alhambra (Ed. Miguel Sánchez) siempre formaron parte de la tradición oral de los granadinos, que la mayor parte de sus inquietantes relatos. Los extraños ruidos en la sala de los abencerrajes o los tesoros escondidos bajo la torre de los siete suelos, sirvieron para atemorizar muchas noches de infancia.

Garzon_Alhambra

El estudio fotográfico de Garzón en la Alhambra y un souvenir de la época.

Washington Irving y Granada

En la primavera de 1829, el escritor, historiador y diplomático norteamericano Washington Irving, en compañía de un colega ruso, emprende un viaje apasionante: la aventura de llegar desde Sevilla a Granada, a través de la Andalucía profunda. El resultado final sería la detallada narración que sirvió de prólogo necesario a los Cuentos de la Alhambra. Un texto tan sugerente que se convertiría en modelo recurrente para los posteriores y casi infinitos escritores extranjeros que viajaron al romántico sur: desde Theóphilé Gautier, Prosper Merimée, Alexandre Dumas, Richard Ford, George Borrow, Edmundo de Amicis… hasta alcanzar a nuestro cercano Gerald Brenan. La admiración que Irving profesa al mundo árabe –su biografía de Mahoma (Col. Autral) es ejemplar– se verá compensada con el descubrimiento de la Alhambra, el paraíso que los nazaríes perdieron y donde él tendrá el privilegio de vivir en algunas de sus dependencias, gracias a la generosidad del gobernador de tan peculiar palacio-fortaleza en semiruina, habitado en esos años por una escueta guarnición militar y algunas familias modestas que sobrevivían a la miseria bajo artesonados de mocárabes deslucidos. Mateo será su fiel guía por los misteriosos laberintos del palacio. Irving subtitulará su libro como «Una serie de leyendas y apuntes sobre moros y españoles», porque sus narraciones las historias reales de esos huéspedes pobres pero felices ‘hijos de la Alhambra’ con los que traba una sincera amistad, se mezclan con las leyendas del glorioso pasado musulmán que vivió y disfrutó todo su esplendor en ese escenario de fantasía. Una lápida conmemorativa señala el lugar donde estuvieron ubicadas las habitaciones del escritor norteamericano. Desde la balconada se divisa la ciudad a la que Irving también dedicaría una amena Crónica de la conquista de Granada (Ed. Miguel Sánchez) con un guiño a los heterónimos ya que subtituló el libro «Según el manuscrito de Fray Antonio Agápida».

Irving-Alhambra

Washington Irving y lápida conmemorativa.

Manuel Peinado le devuelve la visita

Casi dos siglos después el geobotánico Manuel Peinado le devuelve la visita al escritor. Como si se tratase de un cante de ida y vuelta, interpretado por los flamencos de nuestra tierra. El catedrático de la Universidad de Alcalá viaja hasta Nueva York, la ciudad natal de Washington Irving y en una librería de viejo descubre una edición de 1835 de A Tour on the Prairies (Un viaje por las praderas) publicado por Carey, Lea & Blachard. En el prólogo de su posterior traducción al castellano, Peinado comenta: «En el verano de 2012, cuando seguía la ruta de Pony Express desde San Luis a San Francisco, me desvié para tomar la ruta de la expedición Irving». De este modo un granadino del siglo XXI emula a aquel neoyorkino del siglo XIX que recorrió nuestro país hasta quedar deslumbrado por la Alhambra y dejarnos una de sus obras más emblemáticas. El granadino ha recorrido una buena parte de Estados Unidos que nos ha sabido describir con la maestría narrativa que le caracteriza a través de una serie de crónicas.

Un viaje por las praderas

Los planteamientos editoriales a veces suelen ser inescrutables, por tanto nos sentimos incapaces de entender como la editorial Errata Naturae ha traducido A Tour on the Prairies como La frontera salvaje en la edición que acaba de aparecer con traducción de Manuel Peinado Lorca. Tampoco comprendemos porque la generosa y aclaratoria lista de notas no aparecen a pie de página para hacer más comprensible el texto, sin tener que recurrir constantemente a las páginas finales. Por otro lado se podría haber intentado sintetizar el exhaustivo estudio que el traductor ha realizado sobre el autor y su tiempo, publicando un extracto a modo de necesaria introducción. Estudio al que solamente se puede acceder a través de internet, como se indica en la primera nota del texto. También hubiese sido de gran utilidad ilustrar la edición con un croquis de los territorios que Irving recorre en este –por otro lado– atractivo relato.

Cubierta Frontera salvaje

Cubierta de “La frontera salvaje” (Errata Naturae) y “Caza del búfalo”, litografía de George Catlin (1844).

El regreso del escritor

Tras casi dos décadas por el extranjero, Irving regresa a su ciudad natal en 1832. Ante el fracaso económico de sus inversiones y proyectos, decide volver a escribir; tal vez motivado por el éxito reciente de James Fernimore Cooper con su novela El último mohicano (Ed. Bruguera), aquella obra supuso toda una denuncia de cómo la belleza de la naturaleza estaba siendo mancillada por la violencia de la América colonial. En septiembre de ese mismo año Irving contacta con H. L. Ellsworth, recien nombrado Comisionado para Asuntos Indígenas, quien se mostrará encantado de que el magnífico escritor, recuperado de Europa, decida acompañarle en su expedición topográfica a través de las praderas, en un intento por descubrir lo más profundo y desconocido del territorio indio. Mientras la misión de Ellsworth tiene como finalidad última controlar los asentamientos indios y las complejas relaciones con los colonos blancos, el propósito de Irving parecer ser querer demostrar a sus compatriotas su valía literaria, frente a algunas críticas que ya lo consideraban un autor europeo que le había dado la espalda a su país. Formula entonces una ambiciosa saga sobre el Lejano Oeste que se inicia con esta ruta a la búsqueda de los cazadores de bisontes y continuará en volúmenes posteriores dedicados a las legendarias figuras del magnate de la piel John Jacob Astor y el explorador Benjamin Bonneville. Creo que le queda larga labor de traducción a Manuel Peinado porque nosotros estaremos esperando recuperar la continuidad de esta trilogía y poder descubrir así ese otro mundo de los chéroquis, los pawnis, los comanches, los osages y todas aquellas tribus masacradas por el hombre blanco. Es posible que la culpa sea de nuestro nuestro imaginario infantil, junto a Julio Verne y Emilio Salgari, siempre nos ha quedado el recuerdo imborrable de las fabulosas novelas de Karl May (Ed. Molino), aquel escritor alemán ciego que hasta el final de sus días no llegó a pisar el Lejano Oeste, sin embargo su personaje del indio apache Winnetou, tuvo en nuestra lejana infancia la misma presencia que la del Rey Boabdil suspirando cuando perdía para siempre la silueta de su ciudad de Granada.