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La hora de Albert Rivera / Por Antonio Campuzano

El partido Ciudadanos ha protagonizado una semana francamente interesante. Con dos focos de atención sumamente reveladores de las intenciones y los sentimientos del cuarto partido del parlamento español. De una parte, la crisis de Murcia, donde un presidente del PP, que lo es merced al acuerdo con C,S del verano del 2015, cuya literatura y etimología no admiten dudas: si hay imputación de cargos se manda a desentumecer en la banda al sustituto, porque el partido tiene que continuar.

El PP de Murcia, con su presidente Pedro Manuel Sánchez en todo lo alto y ancho de la hegemonía, entiende que el cáncer es una enfermedad que siempre le aqueja a otros. Para el cumplimento de todos los designios emanados de la insuficiente mayoría y la necesidad de Ciudadanos para completarla, Sánchez argumentó con el implacable enunciado del inexorable cumplimiento de lo escrito. Como dice Hans Magnus Enzensberger en su memorable Reflexiones del señor Z, que «el recuerdo olvida lo más importante cuando le conviene».

El advenimiento de la investidura del presidente de Murcia hizo que todas las advertencia contenidas en el acuerdo le pareciesen material moldeable y de fácil adaptación a cuantas adversidades se fuesen produciendo. Ahora llega la hora de los matices. Ciudadanos se ve metido en un traje que comprime por las costuras del compromiso con los electores y también con la comprensión lectora de lo escrito.

Con la literatura que a fin de cuentas ejerce de justiciera cuando con palabras se pueden atar comportamientos. Le ha costado y mucho al partido de Rivera dar un patada a la banqueta donde asentaba sus pies jurídicos Sánchez para quedar colgado de la cuerda sin ningún apoyo por debajo de los pies políticos. El seguimiento del partido en el choque de vuelta con la intervención de Maíllo y las divisiones de Génova solo puede producir expectación, sobre todo para confirmar la capacidad de resistencia de Rivera. Para lo cual ha necesitado en estas mismas fechas del revulsivo que supone la comparecencia en el foro impagable, por encima de sanedrines y asambleas de fuste, del programa y de la casa de Bertín Osborne.

Aconsejado por equipos de marketing político y emanaciones emocionales de la mejor doctrina, Rivera concedió valor a los vinos de la España más ibérica, emulación de la Quintanilla de José María Aznar. Ejerció de portavoz del chascarrillo popular para plantar cara a Podemos, para lo cual pensó que decir «coño» y «no me jodas» cada minuto de reloj le pasaporta necesariamente a un minuto de gloria electoral. No está tan clara esa equivalencia.

Rivera, empequeñecido físicamente por los artilugios del autor del programa que dice ser amigo de medio mundo y conocido del otro medio restante, se resistió a manifestar su creencia en empresas mayores a los 32 diputados que atesora. Y preso de lo que dice el biógrafo de Nietzsche, Reginald John Hollingdale, en la estupenda obra de Tecnos, que decía de sí mismo el filósofo, «sufro terriblemente cuando tengo que hacer algo sin simpatía».