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La corteza de los jesuitas y la invención del gintonic / Por Manuel Peinado

La corteza de los jesuitas y la invención del gintonic / Por Manuel Peinado

La malaria o paludismo es una enfermedad causada por parásitos microscópicos del género Plasmodium. El parásito siempre tiene dos huéspedes en su ciclo vital: un mosquito del género Anophelesque actúa como vector, y un huésped vertebrado. La malaria era una enfermedad endémica de África y muchos africanos habían desarrollado inmunidad o una tolerancia muy elevada a ella. Eran portadores del parásito, pero no sufrían sus consecuencias. Cuando la esclavitud se extendió por el mundo, los barcos cruzaron los océanos con las bodegas cargadas de esclavos portadores. En las cubas de agua y en las pútridas aguas de las sentinas, millones de mosquitos viajaban preparados para propagar la enfermedad.

Durante décadas, médicos, sanadores, curanderos y alquimistas se habían esforzado en dar con el origen de la fiebre mortal. Se pensaba que su causa eran los vapores malolientes que surgían de ciénagas y pantanos, de donde se derivaron los términos malaria, literalmente, “mal aire” y paludismo del latín paludis, ‘ciénaga, pantano’. En esto último tenían razón: las larvas de los mosquitos se crían en aguas estancadas; pero hasta ahí. Hasta ahora, a pesar del éxito relativo de algunas vacunas, nadie ha logrado acabar con la enfermedad.

Cuando el primer homínido apareció sobre la faz de la Tierra, los mosquitos de la malaria ya estaban allí. Mataron a nuestros antepasados y cambiaron nuestra historia. Según el último informe disponible de la OMS, en 2017 la malaria mató a 435.000 personas (entre 219 millones de casos). Eso significa que es muy posible que la malaria haya matado a más personas que cualquier otra enfermedad a lo largo de la historia. Se estima que las hembras de los mosquitos, las únicas que pican para alimentarse de sangre caliente, han enviado al otro mundo unos 52.000 millones de personas del total de 108.000 millones que han existido a lo largo de la historia.

Según la leyenda, el primer europeo en curarse de la malaria fue Francisca Enríquez, condesa de Chinchón, esposa del virrey español en Perú. A medida que cada oleada de fiebre le hacía sentir más cerca de la muerte, el médico de la corte, que hasta ese momento todo pretendía solucionarlo con inútiles sangrías, le administró en 1638 una poción hecha de la corteza de un árbol que crecía en las laderas orientales de las montañas de los Andes. Mano de santo. La condesa sobrevivió. Desde ese momento, la corteza pasó a llamarse “cascarilla de la condesa” o “cascarilla de la chinchona”.

Según dicen y nadie ha demostrado, la condesa se llevó la cura milagrosa cuando regresó a Europa en la década de 1640. Sea o no cierta la historia, el naturalista sueco Linneo la creyó a pies juntillas, y cuando tuvo delante una muestra de herbario, bautizó al árbol en honor de la condesa, llamándolo Cinchona. La grafía “cinchona” proviene del italiano, ya que en esa lengua la sílaba escrita “ci” se pronuncia “chi”. [1]
Sin embargo, dado que la corteza se conoció más tarde como “cascarilla de los jesuitas”, parece más probable que fuesen los jesuitas españoles, y no la condesa, quienes trajeran la cinchona a Europa. Los misioneros jesuitas se enteraron del poder curativo de la cinchona cuando fundaron misiones en América Latina en el siglo XVI. En 1635 el jesuita Bernabé Cobo publicó su Historia del Nuevo Mundo”, en la que escribió: «En los términos de la ciudad de Loja, diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes que tienen la corteza como de canela, un poco más gruesa, y muy amarga, la cual, molida en polvo, se da a los que tienen calenturas y con sólo este remedio se quitan».

Es la primera noticia escrita que se tiene del árbol de la quina. Cobo añade que sus polvos ya son conocidos en Europa y que, incluso, se envían al Vaticano. No andaba descaminado. Sus virtudes eran reconocidas en Europa desde 1631, año en el que fue llevada a Roma por el jesuita Alonso Messia Venegas, enviado por el primer farmacéutico del Colegio Máximo de San Pablo de Lima, el jesuita italiano Agustino Salumbrino quien había observado su uso en el Perú para eliminar tembladeras. Los pragmáticos hijos de San Ignacio pusieron manos a la obra: en el Colegio San Pablo de Lima, fundado por la Compañía en 1568, se creó el laboratorio farmacéutico que difundió por Europa la quinina, que de inmediato pasó a ser conocida como la «corteza jesuita» en toda Europa.

La llegada de un remedio para una enfermedad que mataba cada año a miles de personas debería haber sido recibida con alborozo en Europa. Pero no fue el caso: en lugar de mostrar gratitud, cambiaron bark (corteza) por barks (ladridos) y la mayor parte de la Europa protestante del XVII rechazó el «ladrido de los jesuitas» (bark of the barks) como una conspiración papista. En los mentideros de Londres, clérigos y correveidiles difundieron el rumor de que la corteza era un instrumento de penetración del Maligno y de los demoniacos influjos papales, una quinta columna, un engaño para apoderarse de la salud y las almas que formaba parte de un complot católico para acabar con el protestantismo. Incluso se afirmó que los propios jesuitas estaban tratando de envenenar al rey. Mientras tanto, los médicos despreciaron la quinina como un remedio vulgar sin fundamento alguno.

Un ejemplo del prejuicio contra los jesuitas fue el de Oliver Cromwell, que sufrió episodios recurrentes de malaria durante toda su vida. Finalmente murió a causa de la enfermedad, en lugar de tomar lo que llamaba «el polvo del diablo». Pero solo veinte años después, Carlos II de Inglaterra, el «monarca alegre», no dudó en llamar a un charlatán que se movía por las marismas de Essex, Robert Talbor, quien se había hecho famoso entre los ricos como sanador de la malaria. Mientras se burlaba públicamente de los jesuitas, el astuto Talbor les suministraba a sus pacientes una pócima de su invención que no era otra cosa que una mezcla hecha de la corteza de los jesuitas.

Talbor no solo curó al rey de la malaria, sino que, para consternación de la profesión médica, fue nombrado caballero por sus esfuerzos y por decreto real se convirtió en miembro del prestigioso Colegio Real de Médicos. La reputación de Talbor se extendió al extranjero. En 1679 fue convocado a Francia por Luis XIV, cuyo hijo y heredero tenía malaria. Después de curarlo, Talbor fue recompensado con una pensión vitalicia de 3.000 coronas de oro por la receta, que el rey prometió mantener en secreto hasta después de la muerte del curandero.
Cuando Talbor murió en 1681, el rey francés, además de ahorrase la pensión, reveló la fórmula: seis copas de hojas de rosa, dos onzas de jugo de limón y una fuerte infusión de la corteza en polvo de los jesuitas dispensada en vino. El vino era necesario ya que los alcaloides en la corteza, insolubles en agua, se disuelven en alcohol. El resto de los ingredientes, absolutamente inocuos, servían para disimular el amargo sabor de la quinina.

Muerto Talbor, se acabó la rabia. Con la receta hecha pública, la corteza de los jesuitas fue aceptada por la ahora conversa profesión médica. Aunque era seguro que la corteza de cinchona curaba la malaria, tuvieron que pasar más de cien años para que, en 1820, dos médicos franceses, Joseph Pelletier y Joseph Caventou, aislaran el alcaloide en la corteza que era el agente curativo. Lo llamaron quinina, que tomaron del quechua. La palabra quechua «quina» significa corteza, pero esta corteza de propiedades extraordinarias se conoció con el nombre de quina-quina, «corteza de cortezas» de donde derivó el nombre que le dieron los franceses siguiendo a su compatriota Charles Marie de La Condamine que buscó ávidamente el árbol hasta que dio con él en 1737 durante su famosa expedición por Suramérica.

El nombre de tónica no es más que un eufemismo posterior inventado por el joyero alemán Johann Jacob Schweppe quien vistió y aprovechó el brebaje amargo con burbujas carbonatadas para levantar el imperio que perdura hasta hoy.

El control británico de la India colonial requería la capacidad de combatir la malaria, por lo que los británicos en la India consumían raciones en polvo de quinina en forma de «agua tónica india». En la década de 1840, los soldados y ciudadanos británicos residentes en la India usaban 700 toneladas anuales de corteza de quinina. Agregaban ginebra al líquido para reducir su sabor amargo y, sin duda, por su efecto embriagador. Así nació el gintonic.

La colonización europea, la transmisión de enfermedades, el sometimiento de los pueblos indígenas y la explotación de la riqueza imperial en el extranjero, estaban entrelazados y unidos por la sangre de los mosquitos.

©Manuel Peinado Lorca

[1] El árbol que describió Linneo fue Cinchona officinalis, una de las varias especies de Cinchona utilizadas para la producción de quinina. Hoy, Cinchona calisayaes el árbol más cultivado para la producción de quinina. La quinina o quina se emplea principalmente como tónica en forma de polvo, extracto, tintura, jarabe, vino, etcétera; y al exterior en infusión o cocimiento para el lavado de heridas y úlceras. Contiene diversos alcaloides, de los cuales los más abundantes e importantes son cuatro (quinina, quinidina, cinchonina y cinchonidina), todos útiles como antipalúdicos. Aparte de alcaloides, posee también principios astringentes (taninos) y otros compuestos como ácidos orgánicos (ácido quinotánico, rojo cincónico) o compuestos terpénicos que intervienen en su amargor.