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Juan March se fuga del ‘Parador’ / Por Vicente Alberto Serrano

Juan March se fuga del ‘Parador’ / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

De aquellos lejanos tiempos de infancia y adolescencia, aún perdura en mi memoria la anacrónica imagen de la garita que se erigía al comienzo de mi calle. Con Guardia Civil dentro o fuera, según las inclemencias del tiempo, pero siempre tan agresivamente autoritario. Abusando de la potestad que le infería el uniforme, el tricornio y el cuerpo, tenía atemorizados a todos los vecinos del barrio de Venecia, cuando a través de aquel rotundo bigote surgía la amenazante orden que nos obligaba a abandonar la única acera de la calle –a la izquierda– para tener que sortear cada noche el defectuoso empedrado –con sus charcos y barro– del lado derecho. Al parecer su misión era vigilar celosamente el largo muro de los Talleres Penitenciarios. Toda la calle Santo Tomás y también la calle Colegios, estaban pespunteadas de diversas garitas. Los presidios de Alcalá conformaban una amplia manzana que en siglos anteriores estuvo formada por conventos y colegios mayores; por tanto carecían de recintos, a diferencia de otras cárceles españolas construidas con el fin de contener a los reclusos en su interior y controlarlos con toda garantía. De aquella infancia tan lejana, aún permanece el eco de esas órdenes amenazantes de la benemérita, porque, de modo inevitable, durante mucho tiempo formaron parte del paisaje cotidiano.

Trece reclusos calcinados
Con el paso de los años, marcadas las distancias espaciales y temporales, estuve empeñado en descubrir, a través de mis lecturas, mucho más sobre las historias y los personajes que en las últimas décadas se habían contenido tras aquellos muros inquietantes. Hoy ya todo ha cambiado. La prisión militar se transformó en efímera aula de música. La cárcel de Mujeres, conocida como La Galera, se consume en su propia ruina bajo la promesa incumplida de crear una residencia universitaria. El cuartelillo que taponaba el acceso a la huerta de los presos, se echó abajo y dejó a la vista la iglesia del antiguo convento, convertida en teatro universitario. Mucho antes, la mañana del 1 de agosto de 1974, también se vino abajo el edificio colindante. Pero entonces fue a causa de un pavoroso incendio que se llevó por delante la vida de trece reclusos que trabajaban en la carpintería de los Talleres Penitenciarios. Sobre aquel amplio espacio el día 24 de febrero de 2004, Rodrigo Rato, por entonces Vicepresidente primero del Gobierno, colocaría la primera piedra de lo que un par de años más tarde se convertiría en flamante Parador.

De todas las historias…
Escribía el poeta Jaime Gil de Biedma que: «De todas las historias de la historia, la más triste sin duda es la de España…». En historias tristes y desoladas fueron generosos los muros, –celosamente vigilados– de aquella amplia manzana. Bastaría con recordar el heroico comportamiento del Inspector especial de Prisiones, Melchor Rodríguez, conocido como ‘El ángel rojo’ que en la tarde del 8 de diciembre de 1936, desde el rastrillo de la prisión, a cuerpo limpio, logró calmar la turba incontrolada que pretendían tomarse la revancha por los bombardeos fascistas que, horas antes, habían dejado en las calles de la ciudad un balance de siete muertos y más de cincuenta heridos. Gracias a tan arriesgado gesto salvó la vida de destacados miembros de falange como Raimundo Fernández Cuesta, militares como Agustín Muñoz Grandes, periodistas como Cayetano Luca de Tena, el futbolista Ricardo Zamora, el torero Nicanor Villalta, el doctor Gómez Ulla o el locutor de origen chileno, Bobby Deglané. Pero también conocemos los sobrecogedores testimonios que nos dejaron escritos las víctimas del franquismo, aquellas que sufrieron los duros encarcelamientos de una larga posguerra: Juana Doña, María Francisca Dapena… o las incongruencias del tardofranquismo en el caso de la Duquesa de Medina Sidonia. El poeta José Hierro y el escritor Francisco Antón conocieron las celdas de los Talleres Penitenciarios al ser represaliados por los vencedores. Más tarde, ya en la transición, Eleuterio Sánchez se publicitaría aún más, gracias a las bondades de redención que ofrecía la Sección Abierta.

Textos sobre una controvertida trayectoria
De don Juan March Ordinas, considerado en su tiempo como la séptima fortuna del mundo, ni siquiera merece la pena perfilar su biografía. Ya en septiembre de 1934 se empeñó en ello Manuel D. Benavides, atreviéndose a titular su libro El último pirata del Mediterráneo, texto que provocó no solo la conmoción de los lectores, sino el furor del multimillonario que ordenó la compra y posterior destrucción de la mayoría de los ejemplares, amenazando de muerte al autor. Sin embargo en poco tiempo se llegaron a alcanzar hasta quince ediciones, publicadas en Moscú, Barcelona, Madrid y México. En la actualidad existe una amplia bibliografía sobre el personaje, con estudios bastante clarificadores sobre su controvertida trayectoria. Desde los más contemporizadores como el de Frank Nebot (Ed. Gráficas Espejo) que oculta temas tan comprometidos como el contrabando de tabaco y armas o el aprovisionamiento a los submarinos alemanes; hasta aquellos más críticos de Ramón Garriga, Arturo Dixon (Ed. Planeta) Alfonso Piñeiro (Ed. Temas de hoy) o Bernardo Díaz Nosty (Ed. Sedmay), y los más recientes de Pere Ferrer (Ed. B) o Mercedes Cabrera (Ed. Marcial Pons). Material suficiente para situar al personaje que en tiempos de la República fue encarcelado durante diecisiete meses, primero en Madrid y más tarde, por seguridad, en Alcalá de Henares.

juanmarch

La página que “Mundo Gráfico” dedicaba a la fuga en su número del 8 de noviembre de 1933.

¡Tanta garita para fugarse uno!
Rebatiendo a mi admirado poeta, me atrevo a recomponer su verso: «De todas las historias de la historia, la más esperpéntica sin duda es la de España». Porque esperpéntica se me antoja que debió ser la noche del 2 de noviembre de 1933 en aquella calle, festoneada de garitas con celosos vigilantes que, al parecer, ni vieron, ni oyeron ni sospecharon nada. A las diez y cuarto, el jefe de servicio, Martín Arnáiz, envió a la Plaza de Cervantes al funcionario del rastrillo, Santiago Fernández, a comprar tabaco. Aprovechando su ausencia, Arnáiz salió del brazo de don Juan March a la calle Santo Tomás. Junto a la Hostería del Estudiante esperaban en unos cuantos coches de alta gama, su hombre de confianza Raimundo Burguera y también el oficial de prisiones, señor Vargas, con los que inmediatamente el multimillonario se dio a la fuga, camino de Gibraltar. Hasta las once y media de la mañana del jueves, hora en que su criado (sic) tenía por costumbre despertarle en el dormitorio de su celda-suite, no se descubrió la huida. Al día siguiente, en el Rock Hotel de Gibraltar, el fugado convocaba en rueda de prensa a los medios afines (ABC, Informaciones…) para explicarles los motivos de su ‘injusto’ proceso y los detalles de la fuga. Algunos republicanos se mostraron entonces indignados porque el señor March se había ido del ‘parador de lujo’ sin saldar la factura. Pronto se darían cuenta que estaban equivocados porque pocos años más tarde el cliente pagaría con creces; primero costeando el alquiler del Dragón Rapide y más tarde apoyando económicamente, con toda generosidad el golpe fascista.

Los marchistas
Escribía Vázquez Montalbán que Groucho era «…el más Marx de los hermanos Marx». Incluyendo a Karl, por supuesto. Qué habría escrito si hubiese conocido la facción ‘marchista’ de nuestro país, en estos tiempos raros y corruptos. Rodrigo Rato, hoy con un pie en la trena, ponía en 2004 la primera piedra de un Parador suntuoso sobre el solar donde estuvo hospedado don Juan March en una suite de lujo, con «…lavabos de mármol, gran alfombra roja, sillones de cuero en dos habitaciones con amplias ventanas a la calle Santo Tomás…», según descripción en los periódicos de la época. Francisco Granados, mano ‘derecha’ de Esperanza Aguirre, ahora pernocta en el Centro Penitenciario de Estremera, que él mismo inauguró en 2014. Mario Conde, Díaz Ferrán, Jaume Matas, Bárcenas, Blesa… han conocido las rejas. Y pronto tal vez Griñán, Rato, Urdangarin y algún Pujol. Por eso, todos ellos deben sentirse solidarios, discípulos, emuladores y en parte envidiosos de aquel hombre, que llegó a ser el más rico de España y robó al estado varios cientos de millones de pesetas.