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Javier Rodríguez Álvarez: un escritor en la librería / Por Vicente Alberto Serrano

Javier Rodríguez Álvarez: un escritor en la librería / Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

De aquellas lejanas y desordenadas lecturas de la adolescencia, aún recuerdo algunas páginas de Mi infancia y juventud (Col. Austral). Sobre todo uno de sus capítulos en el que don Santiago Ramón y Cajal me desveló los sugerentes secretos de la cámara oscura: «…el ventanillo daba a la plaza, bañada en sol y llena de gente –describía Cajal– no sabiendo qué hacer, se me ocurrió mirar al techo y advertí con sorpresa que el tenue filete de luz proyectaba, cabeza abajo y con sus naturales colores, las personas y caballerías que discurrían por el exterior». John Tyndall fue un físico irlandés que moriría de sobredosis en un pueblo del condado de Surrey (Reino Unido) a finales del siglo XIX. De él llegó a escribir Ramón y Cajal en 1905: «…tuvo el inestimable privilegio de descubrir armonías y exquisitas flores de arte en los más vulgares y prosaicos fenómenos». Tyndall investigó sobre un fenómeno físico por el cual algunas partículas se hacen visibles al dispersar la luz. El más claro ejemplo del efecto Tyndall se produce cuando penetra la luz del sol en el polvo de una habitación.

La librería de Javier

Cada vez que cruzamos el umbral de la librería de Javier, desearíamos que se produjese el efecto Tyndall; nos gustaría imaginar que los libros de los anaqueles desprendiesen las mejores partículas de nuestros escritores favoritos o simplemente que, al evocar a Cajal, en el techo se proyectase el fenómeno de la cámara oscura y que Emma Bovary, Raskolnikov o Ana Ozores se hiciesen presentes, aunque fuese cabeza abajo. En un viaje a Madrid, a la búsqueda y captura de los secretos de un peculiar editor, Carmen –la protagonista de El efecto Tindall (Éride Ediciones)– descubre y describe con toda admiración una librería ubicada a espaldas de la Plaza de España. Una recreación, corregida y aumentada, de la que ella posee en El Peñascal, pequeña comunidad en la sierra de Madrid, de apenas doscientos vecinos, pero con una considerable cantidad de lectores y un inquietante número de escritoras. La librería de Javier, autor de la novela El efecto Tindall, está ubicada en una céntrica calle de Alcalá de Henares. Sintetiza también, a la perfección, el ambiente deseado por todo ratón de biblioteca que se precie. Acogedora música de jazz que consigue envolver títulos y sugerentes cubiertas, mecidas entre una luz tenue que sin embargo no proyecta a la atmósfera partículas de nuestros escritores favoritos ni tampoco encontramos revoloteando por el techo a personaje alguno. Nos valdrá con las vehementes recomendaciones de títulos y autores que corren a cargo del dueño, quien nos lo cuenta con tal poder de convicción que resultará harto complejo no salir de allí sin un libro bajo el brazo. Coordinador de encuentros literarios y promotor de un club de lectura. Su personalidad la entenderemos mucho mejor con la maestría y el sentido último de la foto de Francisco Saborit, que retrató a la perfección su perfil sicológico. Javier, embozado con una de sus novelas favoritas y adormilado por los cantos de sirena de algunos de aquellos libros que le llevan acurrucando a lo largo de una fructífera trayectoria vital.

El librero quiere ser autor

Parafraseando aquel mítico texto de Peter Handke, El pupilo quiere ser tutor (Alianza Tres). Javier Rodríguez Álvarez se ha convertido en autor. El efecto Tyndall es su segundo título publicado. Está dedicado a todas las mujeres anónimas que vivieron los años de la dictadura y no llegaron a ver el amanecer de la democracia. Y en concreto –por un lado– a la entrañable Montse Palenzuela y –por otro– a su madre. A la primera –gran amiga e impenitente lectora– porque Carmen, la protagonista de la novela ha heredado algunos de sus rasgos, aunque Montse desgraciadamente no llegara a poder leer el resultado final. A la segunda, exquisita pianista y también gran lectora, porque suya es el alma del texto, con una invitación por parte el autor de querer compartir con ella el fulgurante rayo de luz que ha logrado captar con todo acierto Alba Rodrigo, la autora de la bella y expresiva cubierta, en la que Carmen, a contraluz, se proyecta rodeada de esas partículas en suspensión que tratan de rememorar el secreto de una vida con más sombras que luces. Partículas que parecen levitar a su alrededor en un esfuerzo por intentar ayudarla a reencontrarse con un tiempo mucho más luminoso, repleto de lecturas e ilusiones.

El efecto Tyndall

No se trata del relato de un librero, sino la obra de un novelista librero. Muy al contrario de aquel otro libro tan sugerente de Héctor Yánover titulado Memorias de un librero escritas por él mismo (Ed. Mario Muchnik). Por un momento imaginé que la novela de Javier iba a ser algo parecido, una especie de recorrido por el entramado de largos años de experiencia. Un catálogo razonado de recomendaciones lectoras. No, este relato es otra cosa. Después de tantas lecturas acumuladas, intuyo que el autor ha sentido un ferviente deseo por narrar con voz propia, la trayectoria de este personaje femenino con el que consigue navegar entre dos siglos y trazar las inquietudes, frustraciones y proyectos de una mujer a lo largo de su vida. Estudiante de filología en la década de los años setenta, la joven Carmen se aterroriza una mañana ante la agresividad represiva y sin control de los grises en la Ciudad Universitaria. Tras la detención de un amigo regresa precipitadamente a su ciudad.

En el domicilio familiar de la calle Ferraz descubre una escena vergonzante y no menos desoladora. Protagonizada por ese padre autoritario, prepotente y por supuesto facha que, como mecanismo de defensa, alardea de haber delatado por rojos a dos socios del Cine Club Nebrija, amigos de Carmen. Mientras que a su madre se la ha llevado don Doroteo de excursión al Valle de los Caídos. Algunas páginas aparecen salpicadas con claves alcalaínas que irremediablemente nos provoca más de una sonrisa al recordar ciertos momentos de cualquier tiempo pasado, que ella, como nosotros, considera que nunca fue mejor. Pero la novela –afortunadamente– va mucho más allá. Su personaje protagonista se debate a lo largo de su vida con situaciones desafortunadas, desencantos e infidelidades de un marido, cuyo nombre parece arrebatado a un personaje galdosiano: Benigno (aunque su actitud sea todo lo contrario).

Las páginas iniciales nos cuenta que Carmen siempre mantuvo una costumbre irrenunciable, libro que no le gustaba, tras las primeras cincuenta páginas, lo estampanaba contra la pared. No deja de ser curioso que finalmente lograra superar todos los traumas del pasado, montando una librería. Eso después de un desafortunado primer encuentro con un club de lectura, donde pudo descubrir que muchas de sus vecinas se apropiaban de versos ajenos –desde sonetos de Shakespeare hasta canciones de Cecilia– sin pudor alguno. Algunas de aquellas mujeres más tarde se convertirán en exitosas escritoras. Todo el libro rebosa un agudo sentido del humor. Un homenaje a las librerías, a los club de lectura, a la amistad… pero sobre todo el retrato de una mujer, que no se nos refleja boca abajo en el techo por los efectos de la cámara oscura ni tampoco se disemina entre las partículas del efecto Tyndall. Un personaje que trata de encontrar entre los libros lo que el pasado le había negado.