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Jardiel en la checa / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

Sin duda uno de los testimonios más sobrecogedores sobre el cruel enfrentamiento que supuso nuestra Guerra Civil, está contenido en los nueve relatos que conforman A sangre y fuego (Ed. Espasa Calpe), escritos desde un obligado exilio por el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales. Ya en el prólogo define, con rabiosa impotencia, el desgarro sufrido por él y otros muchos tras el golpe militar del 36. «De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros».

Aquel domingo de agosto del 36

Durante la siesta del 16 de agosto de 1936, Ramón Ruiz Alonso, ex diputado de la CEDA, junto a Juan Luis Trescastro y Federico Martín Lagos detienen a Federico García Lorca en el número 1 de la granadina calle Angulo, residencia de la familia Rosales; desde allí lo conducen al Gobierno Civil donde, al parecer, tan solo iba a prestar declaración. La noche del 16 de agosto de 1936, cinco milicianos irrumpen en el domicilio madrileño de Enrique Jardiel Poncela al que detienen, sin apenas dejarle vestirse, para conducirlo al Palacio de los duques de Medinaceli, convertido en checa. Allí iba a ser interrogado sobre las varias denuncias que pesaban sobre él; acusado además de esconder en su casa a Rafael Salazar Alonso, el que fuera Ministro de Gobernación durante el gobierno de Lerroux y posteriormente Alcalde de Madrid, cargo del que tuvo que dimitir en 1935 por estar implicado en el escándalo del estraperlo.

Ante la muerte de Lorca

Cuando Jardiel tuvo conocimiento de la muerte de Federico, acusó duramente al franquismo por intentar ocultarla y no haber lamentado oficialmente aquel asesinato. Llegando a afirmar entonces, con dolorosa rotundidad y valentía: «Quien no maldiga la política capaz de crear esos caos, es un mal nacido». Jardiel y Lorca habían mantenido una amistad de mutuo respeto en sus casuales encuentros por los cafés que frecuentaban. Tenían en común el haber viajado a Estados Unidos años antes. Sin embargo distintos fueron los destinos de aquellos dos escritores que terminaron sufriendo la sinrazón de uno y otro bando.

Ramon Paso y Jardiel

Ramón Paso y la cubierta de su libro.

Ramón Paso

El dramaturgo y director de escena Ramón Paso, acaba de publicar Jardiel en la checa (Ed. Centro Dramático Nacional). Un texto donde desarrolla y fabula, con un magistral aliento jardieliano, cómo pudo haber sido aquella larga noche que su protagonista nunca quiso contar. Un intenso y apasionado diálogo en el que Enrique Jardiel Poncela, desde el temor a un fatal desenlace, trata de defenderse y dejar bien clara su condición no política: «A mí ya me quita demasiada energía el teatro para ser fascista. ¿Me van a ejecutar por ser un ecléctico». Frente a él, Miguel Puente un panadero, que desde el miedo a que las fuerzas golpistas entren en Madrid, interroga –en su condición de comandante que le han convertido las circunstancias– a ese escritor al que admira pero del que sospecha que pueda ser un quintacolumnista. Uno y otro exponen sus argumentos. Un gran duelo dialéctico con una fuerte carga dramática en la que Ramón Paso consigue trazarnos un perfil bastante aproximado de ese Jardiel, posteriormente tan denostado y manipulado por vencedores y vencidos. Un diálogo donde se contrapone el desencanto de uno frente a la carga ideológica del otro; con los golpistas como amenazador telón de fondo. Finalmente Jardiel queda en libertad cuando señala que sus delatores simplemente han sido: un autor teatral que le culpaba a él de no poder estrenar sus comedias, el colaborador de una revista al que le acusó de plagiarle y un actor al que despidió por no saberse el papel. En las páginas finales de esta recomendable pieza dramática, el autor pone en boca de Jardiel lo que podría considerarse toda una declaración de principios: «Después del terror marxista, vino el terror nacional. Y luego, con la Dictadura, me prohibieron las novelas. ¡Todas! Me censuraron las comedias. Los exiliados marxistas me sabotearon acusándome de ser un hombre del Régimen. Se ve que no acierto ni con unos ni con otros. Al final, parece que todos tenían algo contra mí».

Enrique Jardiel Poncela en Hollywood, 1935. (Archivo familiar)

Jardiel y los coches

En 2003, coincidiendo con el centenario de José López Rubio –íntimo amigo de Jardiel– el Centro de Documentación Teatral preparó un volumen, en edición, introducción y notas de José María Torrijos, donde se recogía el discurso que veinte años antes López Rubio había leído con motivo de su ingreso en la Real Academia Española. Con el título de La otra generación del 27; en él trazaba un exhaustivo recorrido por la obra de aquel grupo por tan diversas causas ‘olvidado’: Tono, Edgar Neville, Jardiel Poncela, Miguel Mihura y el propio López Rubio. El libro se completaba con un abundante epistolario inédito. En una de aquellas cartas Jardiel le comenta a su amigo que ha realizado una de las cosas más importantes de su vida: la compra de un Ford negro, ocho cilindros. Que había vendido su Whippet Overland, seis cilindros, por 1.600 pesetas y éste la había costado la tontería de 14.000. Que lo había comprado a plazos y que tendría que escribir de firme para poder recoger las 18 letras mensuales. Asegurándole que con la compra del flamante Ford tenía motivos para suponer que le odiarían el 110 por ciento de la profesión. En el texto de Ramón Paso, cuando Jardiel es detenido y conducido a la checa, el comandante panadero le pregunta que si no sabe porqué le han sacado de su casa en mitad de la noche. Jardiel cree que es por su coche, su Ford, del que hace tras días unos milicianos le obligaron a bajarse. «…del coche que yo había comprado con el dinero que había ganado trabajando ¡Trabajando!».

Más adelante, en otro momento del interrogatorio, vuelve a insistir sobre su coche: «…ese coche es un símbolo de mi trabajo, de lo que he podido conseguir con mi inteligencia y mi humor. Lo compré a la vuelta de mi viaje a Estados Unidos. Me robaron el símbolo de mi trabajo, de mi éxito». A comienzos de los años cincuenta, en pleno franquismo, los acreedores le apremiaban. Ninguna institución hizo por ayudarle económicamente. Tan solo algunos amigos, como fue el caso de Fernando Fernán Gómez y algún otro.  Cuando Jardiel ya se hallaba gravemente enfermo, la Sociedad General de Autores le persiguió por deudas y le embargó su coche, la última de sus pertenencias. Efectivamente: todo un símbolo.