la Luna del Henares: 24 horas de información

Jaén: la palmera de mi infancia, por Vicente Alberto Serrano

En Jaén, donde resido, vive don Lope de Sosa…

Baltasar de Alcázar (1530-1606)

Nací en Jaén, una calurosa noche del verano del 49. En un chalet ubicado en el número 13 de la que por entonces –por supuesto– se llamaba avenida del Generalísimo. Mi padre, natural de Lucena, era un prestigioso abogado que, tras la guerra civil, optó por establecerse en la ciudad del Santo Reino y abrir bufete. Sin embargo, durante la mísera y larga posguerra, con nueve hijos, supongo que las estrecheces económicas también llegaron a alcanzar a los vencedores. Es posible que la necesidad de entonces le obligara a presentarse a unas oposiciones al cuerpo de prisiones. Recuerdo que pronto –1956– lo nombraron director de la Prisión Provincial, y que abandonamos el chalet para ocupar un pabellón en el número 29 de la misma avenida. Estaba situado en el primer piso de una fachada, algo siniestra, que ocultaba un contundente conjunto penitenciario de trágica memoria en los primeros años de la represión franquista, construido en 1930, con cierta inspiración neomudéjar, pero donde el ladrillo se había sustituido por grisáceos bloques de piedra. Tengo entendido que con una buena parte del importe de la venta del chalet, mi padre se empeñó en reformar el pabellón, pero sobre todo adecentar el jardín semiabandonado que nos correspondía. Tal vez le guiase la buena voluntad de que no añorásemos el paraíso perdido. Tanto es así que desde la ignorancia infantil, en el colegio de los maristas, los compañeros me preguntaban con toda inocencia, pero con algo de envidia: «¿Y cuándo tu padre se muera, cual de tus hermanos heredará la prisión?» Las cárceles no son hereditarias ¡afortunadamente! Pero puedo afirmar que en aquella pasé los días azules y dulces de mi infancia, alrededor de la palmera que mi padre plantó en el centro del jardín. A espaldas de una mole cuadrangular rodeada de garitas e ignorando, por supuesto, las miserias de la falta de libertad que encerraba en su interior.

1. Casa natal

Casa natal del autor en el número 13 de la entonces Avenida del Generalísimo (Jaén, c. 1949).

Cuerda de presos

En 1961 nos trasladamos a Alcalá. Como si se tratase de una privilegiada cuerda de presos mi familia y yo cambiamos de cárcel. Mi padre había pedido destino en el penal de mujeres, una edificación de 1880, remodelada con bastante coherencia. A primera vista mostraba cierto aspecto de internado, encajado dentro de una manzana –junto al río Henares– compuesta por los Talleres Penitenciarios para hombres y una Prisión Militar. Rodeado todo ello por el inevitable pespunteado de garitas con su correspondiente guardia civil dentro. Allí pasé buena parte de mi adolescencia, empezando a comprender por primera vez lo que suponía estar preso. Hoy los Talleres Penitenciarios se han convertido en un flamante Parador de Turismo. La Prisión Militar alberga diversas actividades de la Universidad. Sin embargo el conjunto de la Prisión de mujeres, la antigua Galera, se desmorona entre las ruinas del olvido. Ni Marcel Proust ni escritor alguno han sido capaces de recuperar el tiempo perdido. Yo tampoco. Ni siquiera en mis continuos viajes a Jaén, cuando me empeñaba en contemplar –al otro lado de las rejas– la palmera de un jardín ya para entonces de nuevo abandonado, porque aquella prisión provincial se había convertido en un presidio de alta seguridad donde se vigilaba celosamente a los presos etarras. En cada visita, mientras yo me iba cargando de años, la palmera iba creciendo en altura. Al evocarla, no solo me viene a la memoria los retazos de una infancia mitificada, sino también algunos versos que aquel otro preso, Miguel Hernández, dedicó a la palmera levantina: «…la que atrapa la primera / ráfaga de primavera, / la primera golondrina. / La que araña a los luceros…».

2. Prision

Fachada de la Prisión Provincial en el número 29 de la misma Avenida (Jaén, c. 1960).

Museo de Arte Ibérico ¡Ya mismo!

A finales del pasado siglo, el jiennense Paseo de la Estación afortunadamente ya había recuperado su nombre original y el siniestro edificio del número 29, había dejado de ejercer tan penosa misión en ese lugar que, con el paso del tiempo, se había convertido en parte del centro urbano. En uno de mis viajes me topé con una manifestación que reclamaba que aquella imponente edificación se destinase a fines culturales, mientras que dos jóvenes encaramados al balcón de la fachada principal, colocaban una sábana donde con trazos contundentes se podía leer: «Museo de Arte Ibérico ¡Ya mismo!». Pasó el tiempo, casi diez años, hasta que un amigo arquitecto me envió desde allí una serie de fotos que mostraban la demolición de todo el conjunto penitenciario, en julio de 2006. Una secuencia gráfica de cómo, cincuenta años después, se desmoronaban los restos de mi infancia. A Marcel Proust no lo vi por ningún lado, pero la palmera se mantenía intacta en medio de la nada. Hace pocos días se inauguraba, por fin, el Museo Íbero, albergado en un sobrio y magnífico proyecto arquitectónico iniciado por Rafael Moneo. Las edificaciones que conformaban los pabellones del director y el administrador, las oficinas, el cuerpo de guardia y el primer rastrillo han desaparecido, convertidas en una generosa explanada que da amplia perspectiva a la entrada principal. El jardín de aquellos días lejanos, azules y dulces ya no existe, pero en pie ha quedado la palmera. Hoy esa palmera, desde la distancia física y temporal, quiero traducirla en imagen emblemática para representar dos pasados, el mío y por supuesto el que alberga el Museo.

3. Museo Ibero

Con la palmera en primer plano, la sede del Museo Íbero de Jaén, recientemente inaugurado en el hoy denominado Paseo de la Estación, sobre el solar de la antigua Prisión.