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Elena Fortún y Borita Casas: lecturas lejanas / Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

Contaba Carmen Martín Gaite en El cuarto de atrás (Ed. Destino) el día que en la Salamanca ocupada por las tropas ‘nacionales’ se topó con la familia Franco que salían de la catedral: «Fue la primera vez que yo pensé cuánto se debían aburrir los hijos de los reyes y de los ministros, porque Carmencita Franco miraba alrededor con unos ojos absolutamente tediosos y tristes, se cruzaron nuestras miradas, llevaba unos calcetines de perlé calados y unos zapatos de charol con trabilla, pensé a qué jugaría y con quién, se me quedó grabada su imagen para siempre, era más o menos de mi edad, decían que se parecía algo a mí». Lewis Carroll, aquel diácono anglicano con cierta pasión por las matemáticas y también con morbosa fijación por las niñas  a las que gustaba fotografiar, iniciaba así su obra más conocida: «Alicia empezaba ya a aburrirse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer: había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía dibujos ni diálogos. “¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?”, se preguntaba Alicia». Estos dos ejemplos creo que suponen conceptos distintos e intemporales sobre el aburrimiento.

Celia y Antoñita la fantástica

En los tiempos ya tan remotos de la posguerra, no es que abundase la posibilidad de sumergirse

entre las páginas de los libros –con ilustraciones o sin ellas– para huir del tedio y del aburrimiento. Sin embargo permanece en mi memoria el recuerdo de mis hermanas mayores disfrutando con las aventuras de Celia y Antoñita la fantástica. Aquellos si que eran libros con dibujos y diálogos. He logrado recuperar algunos de ellos y al regresar sobre sus páginas me pregunto si alguna vez permitieron a Carmencita Franco la libertad de fantasear en solitario, si le consintieron al menos la compañía de esos dos personajes imaginarios. En cuanto a Alicia no hace falta preguntárselo, ya que logró traspasar al otro lado del espejo, y a pesar de las reticencias morales de la época victoriana, consiguió alcanzar todo un mundo de libertaria fantasía.

Cubierta de la primera edición de “Antoñita la fantástica” (Ed. Gilsa) y edición crítica de Ramiro Cristobal (Ed. Castalia).

Cubierta de la primera edición de “Antoñita la fantástica” (Ed. Gilsa) y edición crítica de Ramiro Cristobal (Ed. Castalia).

Elena Fortún (1885-1952)

En la sede del Lyceum Club, aquel lugar donde –según la opinión de los medios católicos de la época– solo se reunían “liceómanas, excéntricas y desequilibradas” (sic), conoció María Lejárraga a Encarnación Aragoneses Urquijo, esposa de un controvertido militar, que trataba de ejercer como literato y actor teatral. Asombrada por la gracia con la que Encarnación relataba los cuentos, la anima a que los escriba e inmediatamente le presenta a Torcuato Luca de Tena, director de la revista Blanco y Negro en la que ella colabora asiduamente firmando artículos con el nombre de su marido: Gregorio Martínez Sierra. El 2 de mayo de 1928, la revista inaugura el suplemento infantil, Gente menuda, donde aparece un cuento titulado “Un problema” firmado por Elena Fortún, seudónimo bajo el que se amparará Encarnación a lo largo de toda su accidentada trayectoria literaria. En julio de aquel mismo año surge en esas páginas, por primera vez, el personaje de Celia. El prestigioso editor Manuel Aguilar se interesará de inmediato por la figura de aquella niña que logra poner en entredicho muchas de las decisiones de los adultos, incapaces casi siempre de pensar con cierta coherencia. Comienza a publicar sus aventuras en unos libritos de formato cuadrado, ilustrados entonces por la simplicidad y limpieza de trazos de Molina Gallent o Boni. Unas lecturas que se popularizarán durante la República y que paradójicamente se mantendrían a lo largo del hipócrita franquismo, aunque ocultando con rigor dictatorial cualquier dato sobre la autora que sufría, junto a su marido militar republicano, el exilio en Argentina. Elena consigue regresar en 1948 y Eusebio Gorbea su marido, se suicida en Buenos Aires mientras ella permanece en Madrid. Elena muere en 1952. En 1957, su entrañable amiga, Matilde Ras, consigue que por suscripcion popular se le erija un sencillo monumento en el Parque del Oeste.

Celia en la revolución

Elena Fortún tenía cincuenta y un años cuando se inicia la Guerra Civil. Celia Gálvez que acababa de cumplir los quince, se convierte en la proyección de su creadora que, desde un exilio irremediable, intenta describir la desoladora tragedia de aquellos años a través de la mirada asombrada de una niña. Por tanto Celia en la revolución es su obra más significativa y personal. El borrador corregido está fechado en 1943, pero no se logrará publicar hasta 1987, gracias a los esfuerzos de su biógrafa Marisol Dorao, doctora en Filología por la Universidad de Cádiz. Se trató de una pulcra edición –publicada por Aguilar– con una estética evocadora de las primeros volúmenes de la serie, ilustrado en esta ocasión por la maestría de Asun Balzola, que infirió a todos y cada uno de los dibujos una serena poética, logrando reflejar el desolador transcurso de tan dramáticos momentos. Esta última entrega resultaba de capital importancia, no solo porque cerraba definitivamente la saga de Celia y sus hermanos, sino también porque, como singular documento autobiográfico, nos servía para entender a la Fortún y su entorno. Sin embargo, durante casi treinta años ha permanecido descatalogada. Ahora, hace pocos meses, la editorial Renacimiento la ha reeditado, junto a otras obras de Elena Fortún en un peculiar esfuerzo por reivindicar y recuperar su figura y su obra, a lo que al parecer también se quiere sumar el Centro Dramático Nacional, que tiene previsto programar para esta temporada dos espectáculos en torno a su figura, dirigidos por María Folguera. Uno de ellos será la versión dramatizada de Celia en la revolución, realizada por Alba Quintas.

Cubierta de la primera edición de “Celia en la revolución” (Ed. Aguilar) y Elena Fortún.

Cubierta de la primera edición de “Celia en la revolución” (Ed. Aguilar) y Elena Fortún.

 

Borita Casas (1911-1999)

Comenta Ramiro Cristobal –autor de la edición crítica sobre la obra de Borita Casas, publicada por la editorial Castalia– que en el otoño de 1988, mientras preparaba un reportaje para la revista Cambio 16 sobre personajes de otro tiempo que aún permanecieran vivos, descubrió a la autora de Antoñita la fantástica: «…por algún motivo la tenía asociada en mi memoria con Elena Fortún…». Confiesa que regresó entonces, casi treinta años después, sobre aquellas páginas legendarias de diálogos y dibujos. Tras conseguir entrevistar a su autora, declaraba: «Por todo ello, me alegré de poder hablar con Borita Casas y escribir, después, sobre ella, porque en el fondo yo sabía que lo hacía sobre mí mismo». Yo también he vuelto a trastear de vez en cuando por las páginas de una primera edición de Antoñita la fantástica (Ed. Gilsa), algo desvencijada y con muchos de los limpios dibujos de Zaragüeta, torpemente coloreados por alguna de mis hermanas mayores. Por supuesto que las trayectorias vitales de Elena Fortún y Borita Casas transcurrieron por los senderos dispares que trazó la crueldad de la Guerra Civil. El mismo año –1948– que Elena Fortún consigue regresar de su exilio en Argentina para intentar aclarar, entre otras cosas, el estado de sus derechos con la editorial Aguilar y recuperar la propiedad de su casa en Chamartín de la Rosa; la editorial Gilsa publica el primer tomo de las aventuras de Antoñita la fantástica, un personaje creado por Liboria Casas Regueiro, más conocida por Borita Casas quien, desde los micrófonos de Radio Madrid, cada semana trataba de transmitir todo un mensaje de optimismo –para tanta tristeza– a través de una niña de nueve años.

 

Testimonios de infancias cercenadas

Si Celia inicia su relato en Segovia, al comienzo del verano del 36, cuando su abuelo arroja violentamente el periódico que recoge la sublevación de la guarnición de África. Antoñita se despierta el día de su santo, 13 de junio de 1947, en el piso familiar del madrileño barrio de Salamanca para, a partir de aquí, comenzar a narrarnos con una desbordada fantasía el testimonio de la posguerra a través de aquellos personajes que permanecieron bajo la amenazante sombra de la victoria de los suyos. Una acomodada familia de derechas, tratando de guardar las apariencias, con serenidad, pero afrontando las miserias de una clase media que intenta disimular la escasez con la imaginación. En ningún momento hay una sola referencia al franquismo. De los relatos de esa niña, me gusta destacar el capítulo en el que quiere ser rubia, como su amiga Malules. Un intento más por romper las normas de tanta grisura y poder traspasar, sin éxito, al otro lado del espejo. Aspiraciones cercenadas en ese tiempo de espeso silencio. Lecturas lejanas, pero imprescindibles para tratar de entendernos mejor.