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El reojo en tiempos del COVID-19 / Por Antonio Campuzano

El reojo en tiempos del COVID-19  /  Por Antonio Campuzano

El reojo de transeúnte a transeúnte transmite casi mejor que nada lo extraordinario de la situación. El recelo, la incertidumbre, que se proyecta entre los seres humanos, pero con esas categorías primas de la desconfianza desprovistas de la carga peyorativa que han soportado desde que fueron concebidas con ese pecado de la ignominia en el lenguaje,  para luego ser incorporadas al diccionario. La mirada torva del vecino que esquiva el paso de su próximo, aun con la dinámica de la fuerza mayor de la desgracia, no puede dejar de explorarse como algo perturbador.

No es normal que entre iguales se tuerza la trayectoria y el itinerario para evitar el roce, el cariño. De antes, se reconocía el cambio de acera, el “yo con ése no cruzo ni la calle”, con que se adivinaban los conflictos humanos o ideológicos, las diferencias de trato y hermandad, situadas en cada sitio de la balanza en irreprochables razones históricas o recientes.

“El tiempo reversible”, ese texto póstumo de Umbral, de Editorial Círculo de Tiza, muy necesitado de lectura, recoge un pasaje en el que se dice de alguien que “estaba incapacitado para el odio, pero mantenía un alto coeficiente de desconfianza”. El virus engendra en su mortífera naturaleza bacteriológica esa mordedura a la confianza en los humanos. La destrucción, la barbarie de la desaparición en una estadística diaria, la muerte en definitiva, se queda en el recuento, en el desglose de las cifras, en la cosa inconsolable para las familias y dolientes. Pero ese detalle con el que se tropieza la humanidad “covid” se halla preñado de matices que empañan la catadura de las emociones.

Pero qué es eso de la distancia de seguridad, como si los seres humanos fuesen vehículos y volquetes. El reojo lo carga el diablo. No hay que llegar a la cabriola, al regate, pero resulta francamente desagradable el apartamiento geométrico de protocolo, porque de repetirlo una y otra vez se llega a la conclusión de la desaparición de la ternura, de la idea de cercanía. No se hable ya del apretón de manos, del beso, el abrazo, si bien es cierto que este último se había devaluado mucho por su práctica ingente entre representantes públicos abigarradamente enemigos pero con teatralidad del empellón chaquetero.

El disimulo es aliado certero en esta práctica: llega el vecino a la circunscripción del de al lado, como se decía en las crónicas taurinas del toro respecto del torero, y escamotea con la mirada la presencia del otro. El desviacionismo, que era enfermedad política del marxismo más embrionario, se hace un sitio ahora en las relaciones sociales. Ese mismo vecino mira a todos los lugares de la vía urbana, salvo al que compromete el saludo, el toque, la complicidad; se toca los guantes de látex, se palpa la máscara en pulsión coqueta si hace falta, pero marca evasión y abandono de la entrega, de la pasión.

Toda deshumanización es mala, pero la que es deletreada por un bicho invisible resulta peor, es un insulto a la condición humana. Si se es austero y áspero en el trato de por sí, de nación, se exime el asunto, pero quien ha sido un ejemplo de empatía y paradigma cachondo y que se transmute en persona hosca, es que algo está cambiando para mal y sin que  haya acomodo en la esperanza de la vacuna. Añádese el juego de claroscuros: las luces de Alcalá ya no son las mismas, aquella luminosidad que te hacía prescindible el reloj también ha desaparecido porque el acomodo de los hombres a los tiempos hacía fácil el acierto con las costumbres, pero ahora no se sabe nunca la hora que es.

Karl Ove Knausgârd, el noruego que entrega su autobiografía de mil en mil páginas, en Mi lucha, volumen II, de Anagrama, dice en un momento que “los cambios de luz en el cielo por la mañana y por la tarde aún no habían sido incluidos en la mirada saturada de lo habitual”.

Claro que Alcalá no es ciudad de Noruega. Por eso, Jose, co propietario con su hermano Miguel, del Bar Danubio, explicita su esperanza, antídoto de la desesperación, en el día de la liberación de la bacteria, en la euforia de la irrigación en cerveza, aquella muesca en los calendarios para recordar el día en que los hombres volvieron a ser hermanos, lo diga o no Miguel Ríos en su himno recordatorio de Beethoven.