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El jardín de los frailes y ‘otras suertes’ de Manuel Azaña

El jardín de los frailes y ‘otras suertes’ de Manuel Azaña

Alcalá Paraíso Literario / Por Bartolomé González Jiménez

Manuel Azaña, nuestro paisano, es, sin duda, uno de los políticos de mayor importancia de la primera mitad del pasado siglo XX y además, probablemente, uno de los intelectuales más relevantes de su época. Por aportar algunos datos de esta faceta suya, fue secretario y más tarde presidente de Ateneo, promovió junto a su cuñado Cipriano Rivas Cherif la revista de crítica literaria La Pluma, fue colaborador asiduo en la publicación España, de la que llegó a ser director, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1926, con su obra Vida de don Juan Valera y también escribió alguna novela. No es mi intención en este artículo juzgar su producción literaria, pero sí acercaros alguna de sus obras, concretamente su novela prima El jardín de los frailes.

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Su primera incursión literaria la encontramos, en su época de secretario del Ateneo, cuando participó en un ciclo de conferencias organizadas por la institución, dictando una que tenía por título Campo Laudable, pero aunque lamentablemente su texto no se ha conservado, sabemos algo de su contenido por Cipriano Rivas Cherif, en Retrato de un desconocido, vida de Manuel Azaña:

La conferencia fue un dechado de bien decir. La leyó como cumplía la situación y al tema, y a oídos de los oyentes se concertó en armoniosa arquitectura de palabras, la evocación de las piedras insignes que son el Campo Laudable, hito ilustrísimo de la historia española dese que Roma fundó Compluto a orillas del Henares.

No mero paseo arqueológico, relación de monumentos, cotejo de fechas ni panegírico de Cervantes, no; lo que hizo el Secretario aquella tarde fue la descripción lirica de un escenario autobiográfico, es decir, la expresión emotiva del paisaje en que, niño, se había asomado al mundo. (Rivas Cherif 1981, 27).

Como decía al principio, su primera novela fue El jardín de los frailes, escrita en 1927, autobiográfica, en la que, en un castellano estricto y rígido, pero sin duda bello, nos habla de su adolescencia vivida en el colegio de los agustinos de San Lorenzo de El Escorial, donde estudio entre 1893 y 1898, en ella, además recoge algunas reflexiones respecto a la educación. La novela, publicada parcialmente en la revista La pluma, entre septiembre de 1921 y junio de 1992, fue editada finalmente como libro en 1927, sirviendo también a sus propósitos políticos.

Sin entrar en el fondo de la novela y su marcado acento anticlerical, de ella quiero compartir alguna de las referencias que hace de nuestra ciudad y que nos servirán para conocer su opinión sobre su Alcalá natal:

Frailes, yo no los había visto. Alcalá fue en otros tiempos copioso vivero de insignes religiones, en los míos era un pueblo secularizado, abundante en canónigos pobres y sin demasiado celo proselitista, adscritos a la nómina, que iban a ganarse el sueldo cantando en el coro de la Magistral. ‹‹Deus in adjutorium meum intende…››… como otros empleados iban a la Administración subalterna o al Archivo. Había capellanes de escopeta y perro, o que imitaban al pie de la tierra la vocación de los apóstoles pescando barbos en el Henares; curas de rebotica y algunos goliardos. De los frailes quedaban los conventos reducidos al cascarón, el nombre de los pagos más fértiles, que suyos fueron, y las memorias frescas aún de sus luchas por el rey neto en la era fernandina. (Azaña 2003, 19)

En otro de sus recuerdos alcalaínos nos habla de la festividad de San Blas, hoy ya no la celebramos:

Yo era observante, lo confieso. Del pingüe patrimonio universitario de Alcalá todavía formaba parte principalísima en mi tiempo la festividad de San Blas, guardada en escuelas y colegios por herencia de las aulas ildefonsinas; otros rastros menos profundos habrán dejado tras de sí. Los editores de la Políglota fueron a buscar ciencia lejos, pero en los usos se amoldaron el rito local. Instaurar la vacación de San Blas en los claustros alcalaínos fue contagio dimanante de la gran villa de Meco, que a simple vista levanta la mole de su iglesia al borde del alcor y se asoma al valle donde el Henares decrépito, carraspea y dormita. En Meco tuvo San Blas culto solemne y romería y de ella nos llegaba a los mozalbetes alcalaínos unas rosquillas coruscantes, de enrevesada estructura, sacada tal vez con mazo y escoplo de una tabla de pino barnizada (…) yo tenía una representación concreta del personaje por una imagen suya venerada en casa de mi abuelo, imagen de talla en madera, embadurnada de almagre, rostro simple, cabellos lacios sobredorados, rozagante vestidura, y por pupilas dos abalorios negros. (Azaña 2003, 58).

Tiene hueco para hablar de los alcalaínos, opinión que estoy convencido no gustó a sus paisanos de entonces y me atrevo a decir que tampoco gustará a los de hoy:

Los patriotas alcalaínos alborotaban el manso cotarro de su lugar con profusión de veladas, lápidas, iluminaciones, catafalcos; pero su patriotismo era local. Nos persuadían la grandeza única de Alcalá, no la de España- es verosímil que el suelo, el aire o el agua de la ciudad poseen una virtud predisponente para la gloria y no se sabe quién otorga más a quién: el genio a la ciudad, si el hado propicio le encamina a ver en ella la luz, o la ciudad al genio, amasándolo con ingredientes nada comunes. Esta opinión es la más probable. El buen alcalaíno créese no menos que copartícipe en el Quijote e incluso generador alícuota de la persona de Cervantes. Nacer en Alcalá fue el acierto de ese ingenio; si aparece en otro pueblo no le habrían mentado, como no mientan a otros varones excelentes, salvo que un rayito del sol alcalaíno los alumbre. Dios mismo, que obra milagros dondequiera, ha hecho en Alcalá prodigios desaforados. En suma: es un pueblo elegido, colaborador en los designios de la Providencia. La historia era inteligible si podíamos prestarle rostro y acento complutenses; cuando no, caía en las tinieblas exteriores. (Azaña 2003, 87-88).

De nuevo, con el Campo Laudable como escenario y los Santos Niños y la Virgen del Val como protagonistas, aprovecha para criticar a los alcalaínos, en esta ocasión su religiosidad:

Alcalá dicta lecciones incomparables a las del campo. La vena popular se esconde en la vieja Compluto ante las obras magistrales de la razón. Preside la urbana mesura impuesta desde el origen por el constructor del foro, del pretorio, del frontón sobre aquella surgente ribereña que pregona una victoria del César. El romano acertó para siempre a condensar la virtud de esa tierra que tan fácilmente se ordena, parcela natural de un imperio de juristas y labradores. Aluviones sotierran la obra antigua: el gañán labra un terreno más moderno que la era de los mártires, tirando hacia levante, la ciudad se ha rehecho según la propensión a eternizar –por armonías severas, razonables y claras- ambiciones que desdeñan lo pintoresco local y se emplazan en la historia. El civismo romano sembró sin querer otro germen en el agro alcalaíno. Un procónsul degolló a dos inocentes confesores de Jesús. Las rodillas de los mártires impusieron su molde en la piedra, y ungida, con sangre de tan rara virtud, rezuma un humor prodigioso que embeben las devotas en su lenzuelo. Imán del favor celeste, la piedra vale por cimiento de la ciudad: sus hijos reciben con el patrocinio de los niños degollados y la memoria de un fallecimiento glorioso, la imagen de la infancia sonriente en el suplicio, vencedora de la vida mortal. Desde entonces, la ciudad asediada de rastrojos se esfuerza en desprenderse del hábito campesino, subyuga lo espontáneo, se acendra, depura y magnifica por obra del estilo. Cuanto ha sido o persiste en Alcalá se engendra de la gracia amaestrada y la elegante sabiduría valedora de un propósito trascendental. El intelecto secunda la tesis romana: la fe lo absorbe y quema en su pábilo la substancia popular, desbasta el sentimiento y lo somete a disciplina. (…) Se aparece la Virgen a un pastor y Alcalá se la apropia, una imagen de María se reveló en las alamedas del Henares. Llevada a la Magistral, la imagen huyó al sitio de su epifanía. Traída de nuevo, volvió a fugarse. Leyeron los intérpretes la voluntad de nuestra Señora: tener culto en la floresta donde se había manifestado: eso quería. La ciudad urdió una componenda: fabricó la ermita y puso en ella un traslado de la imagen aparecida. Las potestades celestes no insistieron: aceptan ese arbitrio del espíritu, herencia de Roma.

El tronco viejo retoña vicioso en los suburbios, posaderos y herradores de la Puerta del Vado, que guardan los refranes de la antigua sabiduría y están en sus poyos al socaire de la posada y de la fragua profiriendo como de limosna, por palabras adustas, los fallos de su prudencia; matarifes de la calle de la Pescadería, desgastadores de vino; gruesas putas del Carmen Descalzo, tábanos de la soldadesca; ventrudos esquiladores de la Puerta de Madrid (aciales y tijeras insertos en el cincho de cordobán), sin tilde de gitanismo, que hablan de las bestias mientras las esquilan, como habla el barbero a su parroquiano bípedo; el barbero mismo, oficial malicioso, cazador furtivo y su pareja el cura de escopeta y perro, heredero del manso hurón de don Diego Miranda; el bigardo que tiende en el río las artes de pescar (la caña, la nasa, el esparavel), y tantos pegados al suelo como el olmo y la cepa, esparcen los bordes de una ciudad cargada de representaciones onerosas el sabor genuino del pueblo. Huele su barrio a lumbre de leña. Computan el tiempo por las fiestas solemnes. Guardan la ropa en cofres montados sobre zancas de pino. Conservan el nombre de las cosas. Su religión se cifra en la cofradía: tomar el cetro en la del Carmen o de las Mercedes no es menor caso que meter mano en quintas. Nada se les representa allende la muerte con más fuerza que las ánimas del Purgatorio. (Azaña 2003, 121-124)

Una última referencia, la que hace al cervantino gigante Muzaraque, que por cierto hoy ya tiene homenaje en Alcalá, concretamente unos jardines que llevan su nombre:

Lo que es gigante, de uno solo hay noticias, el gigante Muzaraque, enterrado en la gran cuesta Zulema. Debió de ser un pobre gigante, muerto de nostalgia en la emigración. Nombre hay de Cueva de los gigantes. Murciélagos la habitan. Los alcalaínos que por todo esculpen lápidas y se afanan en loores onomásticos, no han rebautizado plaza alguna en honra de Muzaraque, ni buscan su gran fosa, ni celebran su centenario. Por ventura aciertan. (Azaña 2003, 122-123)

Y hablando de los nombres de las calles y plazas, don Manuel nunca fue partidario de sus cambios, de hecho hasta en tres ocasiones, rechazó que se pusiera el suyo a una calle alcalaína, concretamente a la calle de la Imagen donde se ubica su casa natal. Además, el propio Azaña en Memorías políticas y de guerra (Cuaderno de la Pobleta), escribe el 30 de agosto de 1937 sobre el tema; texto que ha sido recogido hace unos años, en una nueva selección de José Esteban, magníficamente editada por Reino de Cordelia, bajo el título Gentes de mi tiempo:

Una de las primeras cosas que hace, en nuestro país, cualquier movimiento político es cambiar los nombres de las calles. Inocente manía que parece responder a la ilusión de borrar el pasado hasta en sus vestigios más anodinos y apoderarse del presente y del mañana. En el fondo, es una muestra del subjetivismo español que se traduce en indiferencia, desamor o desprecio hacia el carácter impersonal de las cosas (…) En mi triste Alcalá he visto convertirse la calle de las Flores en calle de Navarro y Ledesma; la de los libreros en general Allendesalazar; la de Roma, nada menos, en general Fernández Silvestre… Conviene perfectamente a la inconsciente sorna e impensada ironía de los alcalaínos, de que tanto se regocijaba mi tío don Félix, el que al advenir la República diesen el nombre de Plaza de la Libertad a la antigua glorieta de San Bernardo, tan gustada por mí, y es que es una plazuela cerrada en tres de sus caras por la cárcel, un convento y el archivo. (Azaña 2014, 41-42).

Y acabo este paseo literario por el Alcalá de Manuel Azaña, del que seguiré hablando en nuevos artículos, con un refrán “si no quieres una taza, taza y media”, nuestro paisano no quería que le pusieran su nombre a una calle, pues toma calle y glorieta.

BIBLIOGRAFÍA:
Azaña, Manuel. 1978. Memorias políticas y de guerra, II. Barcelona: Crítica
Azaña, Manuel. 2003. El jardín de los frailes. Madrid: El País
Azaña Manuel. 2015. Gentes de mi tiempo. Madrid: Reino de Cordelia
Rivas Cherif, Cipriano de. 1981. Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña. Barcelona: Grijalbo