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El abrazo / Por Juan Manuel Muñoz

El abrazo / Por Juan Manuel Muñoz

Últimamente me acuerdo mucho de mi padre, quizá porque empiezo a reconocer en mí, a medida que pasa el tiempo, gestos o frases o silencios que eran muy suyos. Por estos días cumpliría años, aunque no sé muy bien cuántos porque, con un punto de coquetería, siempre quiso esconder la fecha exacta de su nacimiento.

Hasta que cumplí los diez fui a un colegio de carmelitas que había cerca de casa. Estoy casi seguro de que a él, que desconfiaba de los curas, no le gustó la elección; y también estoy casi seguro de que no le pidieron su parecer. Era un colegio pequeño y no guardo mal recuerdo. Los profesores eran seglares salvo el director, el padre Gabriel, un tipo con el pelo siempre grasiento y el hábito de dar correazos en la palma de la mano a los alumnos que no se portaban bien. Yo era un niño estudioso y callado pero, aun así, un día, ya no recuerdo por qué, recibí uno de aquellos correazos. Volví a casa con la mano hinchada y los ojos llenos de lágrimas. No debía tener más de ocho o nueve años.

Mi madre, una mujer menuda y de mucho carácter, se subía por las paredes de indignación. Mis hermanas, que eran mayores que yo y siempre fueron –y todavía son– otras dos madres suplentes, pusieron el grito en el cielo. Mi padre no dijo nada. Siguió comiendo en silencio, con mucho pan, como era su costumbre, y no dijo nada. Y recuerdo que me sentí un poco decepcionado.

Mi padre era pescadero. Salía de casa muy pronto, de madrugada, para ir al mercado central de pescado, que entonces estaba en la Puerta de Toledo, y seleccionar lo que luego vendía en su tienda. Aquel día no lo hizo. Desayunó conmigo y me llevó él al colegio. Creo que fue la primera y la última vez. No me dejó en el aula, sino que subimos al despacho del director. Entramos y mi padre se quedó allí plantado, con las botas enormes que usaba para trabajar y un chaquetón de cuero que luego, años después, heredé y con el que solía pavonearme. Recuerdo que se plantó frente a la mesa del director, rechazó educadamente la invitación a sentarse y con toda suavidad dijo:

–Vengo a pedirle que no vuelva a pegar a mi hijo.

Mi padre era un hombre bondadoso y fuerte, con unas manos enormes. Trabajaba como un adulto desde los diez años. Había hecho una guerra y la había perdido. El curita del pelo grasiento empezó a balbucear no sé qué cosa y mi padre levantó una de aquellas manazas para interrumpirlo.

–Si se lo pido es por su propio bien. Mi hijo, ¿sabe usted?, tiene mucho genio; y si vuelve a pegarle, lo más probable es que se la devuelva.

Lo miré. Yo era un renacuajo y no desarrollé el mal genio hasta mucho más tarde. Jamás se me hubiera pasado por la cabeza devolverle nada al director del colegio; pero incluso yo entendí que lo que aquel hombre bueno, fuerte y silencioso estaba diciendo era: si vuelves a tocar a mi hijo, miserable, te tragas el crucifijo. Sobra añadir que nunca volví a recibir un correazo.

Pasó el tiempo y, como suele ocurrir, no siempre fui justo con él, ni supe apreciar su bondad en lo que valía, ni fui capaz de recompensar como era debido el amor incondicional que siempre me tuvo. Unos veinte años más tarde, sin embargo, gané el premio Hiperión de poesía, que entonces –como ahora– era algo serio, y en el acto de entrega leí este poema que estaba dedicado a él.

 

Autorretrato

Mírale ahora cómo vuelve cansado

del trabajo, cómo pesan de frío sus botas

enormes y aquel grueso chaquetón

de cuero, el que llevó

en la guerra y aún le dura,

abrochado hasta el cuello. Alguna imagen

de aquel tiempo se le ha quedado dentro

y a menudo habla de ello

quitándole importancia,

como quien siempre se ganó la vida

con esfuerzo y ha aprendido a sufrir

sin demostrarlo. Se sienta a la mesa

y come despacio, con mucho pan,

apreciando el silencio

como una bendición

penosamente ganada o una prueba

de infamia. Es un presagio

y bien que lo conoces. Mírale ahora

que está cansado, ahora que la crueldad

ha dejado de ser tu privilegio

de niño y puedes verle como siempre

fue: los ojos limpios, las manos fuertes,

una vida ajena como no la merecimos.

 

Él ya era un anciano y tenía graves problemas de salud. Se emocionó y por primera vez vi sus ojos azules –esos que no heredé yo, pero sí su nieto– llenos de lágrimas. Andaba por allí Paco Rabal, el célebre actor, a quien yo no conocía, que se acercó muy amablemente a saludarme y a decirme que le hubiera gustado recitar aquel poema. Luego le dio la mano a mi padre que, todavía lloroso, sólo acertó a decir:

–Es mi hijo.

Y entonces aquellos dos viejos que nunca antes se habían visto, pero que habían pasado en la vida por las mismas o similares desdichas, se miraron un momento y luego se dieron un abrazo largo, muy largo, como dos amigos que se encontraran después de una larga separación.

 

Últimamente me acuerdo mucho de mi padre.

 

Juan Manuel Muñoz Aguirre es licenciado en Sociología y Ciencias Políticas y bibliotecario del Ayuntamiento de Alcalá de Henares. Como escritor, ha destacado en poesía, si bien su obra se extiende también al cuento y la novela.