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¿Dónde vas, triste de ti? / Por Vicente Alberto Serrano

¿Dónde vas, triste de ti?  /  Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

El pasado verano, mi amigo el periodista Santiago López Legarda publicaba un artículo en Alcalá Hoy con el sugerente título de La huida. El tema, de rabiosa e indignante actualidad, era fácil de intuir. Sin embargo él comenzaba citando aquella mítica película de Sam Peckimpah para –inmediatamente– tratar de hacer una comparativa con la regia realidad. El filme, rodado en 1972, cuenta la historia de una peculiar pareja de delincuentes (Steve McQueen y Ali MacGraw) que terminan cruzando la frontera hacia México, se supone que para disfrutar en paz y felicidad unos millones de dólares que habían conseguido de modo algo fraudulento. Inmediatamente después de leer aquel lúcido y sereno análisis sobre otra escapada más prosaica, le escribí a Santiago para aclararle un punto, no del prófugo en cuestión sino de la película. Porque, a diferencia de este personaje, tal vez excesivamente mitificado en otro tiempo, La huida sí se convirtió en un filme de culto para algunos miembros de mi generación. Hasta Luis Eduardo Aute la citaba en una de sus canciones. Estrenada en nuestro país en tiempos de flebitis y tardofranquismo, el celo inquisitoral de la época aun fue capaz de ejercer la censura hasta límites insospechados. Añadieron, tras el The End, un comentario ejemplar sobre la imagen congelada de las rejas de una cárcel, aclarando por su cuenta que los protagonistas fueron apresados en México y cumplieron condena en una prisión de Estados Unidos. Al emérito, criado a los pechos del dictador, si se hubiesen seguidos los supuestos criterios morales de aquellos años, aún le faltaría este epílogo justiciero para culminar su vergonzosa aventura.

Dos películas cuyos títulos resultarían premonitorios para los tiempos que corren.

Dos películas cuyos títulos resultarían premonitorios para los tiempos que corren.

Toma el dinero y corre

Criados como fuimos en la mágica irrealidad del cine, siempre creímos más en los avatares que reflejaba la gran pantalla que en lo que solía ocurrir a pie de calle. Tal vez por eso yo hubiese elegido para hacer la comparativa otro título más excesivo y evidente: Toma el dinero y corre, de Woody Allen. Sin embargo, ante los inquietantes y dramáticos tiempos que estamos padeciendo, no creo que esté la cosa para bromas, aparte que esta huida, como imagino que para el resto de una gran mayoría silenciosa, no me ha hecho ni puñetera gracia, más bien me ha producido cierto desencanto. Desilusionados tal vez, porque sufrimos en nuestra adolescencia y juventud la alargada y siniestra sombra del franquismo y después quisimos creer que muerto el perro, se acabó la rabia. En la edad de la inocencia, quizás nos deslumbró demasiado el espejismo de la transición. Así hemos tratado de mantenernos engañados durante años, sobrecogidos por los asesinatos de Atocha, atemorizados el día que los tricornios rebeldes llegaron amenazantes ante la tribuna del congreso, aunque aquello terminara disuelto con un final de opereta. Todavía hoy, cuando observamos como la corrupción y la incompetencia sigue enfangando a buena parte de la clase política sin que aun hayamos conseguido averiguar donde se perfila –al menos en teoría– la sinuosa línea que supuestamente separa la codicia de la democracia.

Programas dobles de nuestra infancia

Ya digo que fuimos criados en la irrealidad del cine, devorábamos con ansiedad los programas dobles que nos ofrecían casi siempre una de cal y otra de arena. Conseguíamos evitar atragantarnos con la conjunción de películas nacionales de exaltación patriótica, folklórica o cuartelera, adobadas con abundantes y empalagosas comedias no censuradas de Doris Day o el color de luxe de piscinas transparentes en las que a Esther Williams, bajo el agua, nunca se le descomponía el cardado. Además en aquella época también sufríamos, antes de cada película, un cursillo acelerado de Formación del Espíritu Nacional. El tonillo retórico de los comentaristas del No-Do nos devolvía a la parda realidad del blanco y negro. Por eso los pocos conocimientos sobre la monarquía creímos aprenderlos con las películas de Cifesa. Los lloros de Aurora Bautista en Locura de amor nos perfilaron lo que era una reina dislocada y Jaime Blanch en Jeromín nos descubrió que los reyes también tenían hijos ilegítimos que además les salían de lo más valeroso.

La monarquía borbónica analizada a través de dos biopic, a mayor gloria de su protagonista.

La monarquía borbónica analizada a través de dos biopic, a mayor gloria de su protagonista.

Paquita Rico y Romy Schneider

Nuestros conocimientos, bastante rudimentarios, sobre la monarquía y en concreto sobre un Borbón se vieron enriquecidos por el biopic a todo color dedicado a Alfonso XII realizado, a finales de los cincuenta, por el director argentino Luis César Amadori con el título de ¿Dónde vas Alfonso XII? y su continuación, a comienzos de los sesenta, filmada por el director catalán Alfonso Balcázar, titulada ¿Dónde vas, triste de ti?. Doblete regio, con titulares cuajados de interrogantes, arrancados de los versos de una coplilla popular. Basado en sendas obras dramáticas escritas por José Ignacio Luca de Tena, que me consta tuvieron gran éxito sobre los escenarios. En las terrazas de verano de nuestra infancia aquellas dos películas de amor y lujo nos alucinaron, eran como una continuación hispana del fulgor austríaco que habíamos conocido con la serie de Sissi. Nuestra Romy Schneider era Paquita Rico y nuestro Karl Bönn: Vicente Parra. Los fines últimos venían a ser los mismos, contarnos pasadas historias de reyes y emperatrices del modo más edulcorado posible para aligerar, con el lujo y quien lo trujo, la desazón y tristeza de las sufridas posguerras. Descubríamos, en plena dictadura, un Alfonso XII (Vicente Parra) convertido en jovencísima y esperanzadora promesa monárquica, que tras el fracaso de la Primera República, entraba triunfante en Madrid a lomos de un caballo blanco. En la primera entrega se nos mostraba perdidamente enamorado de María de las Mercedes (Paquita Rico). En la segunda parte el mismo monarca, desencantado y viudo, trataba de aliviar su frustrado matrimonio con María Cristina (Marga López) enredado en aventuras extraconyugales fuera de palacio, entre ellas con Elena Sanz, una cantante de ópera, a la que logró hacerle dos hijos varones. Mientras nosotros, desde las incómodas sillas de los cines de verano, comenzábamos a preguntábamos –ante tan supina ignorancia política e histórica– en qué consistía eso de ser rey.

Un abandono sonado y su justificación a través de las páginas de ABC.

Un abandono sonado y su justificación a través de las páginas de ABC.

Un “déjà vu” borbónico

En cuanto a la cuestionada trayectoria política de su hijo póstumo ya no la conocí por el cine, sino más tarde por los libros de historia. Se me produce por tanto cierto déjà vu borbónico al releer cómo Alfonso XIII abandonó España “voluntariamente” tras las elecciones municipales de 1931. Trató de justificarse a toda página desde el diario ABC. Pero tras de sí dejaba una secuela, no solo de hijos bastardos, sino también de conflictos y responsabilidades políticas. Entre ellos la grave crisis de Marruecos; el Expediente Picasso nunca llegó a hacerse público pero el general Fernández Silvestre pagó con su vida las arengas del rey invitándole a lanzarse a una muerte segura para defender sospechosos intereses económicos. A aquel Borbón, le sucedió una República, abortada por una Guerra Civil y el triunfo de una sórdida dictadura que tardó casi cuarenta años en agonizar. La segunda parte de nuestra vida la hemos intentado llevar lo mejor posible bajo los efectos de una cuestionada transición, con más de un sobresalto. Ahora resulta que el que considerábamos principal protagonista, el nieto de aquel monarca, se nos ha fugado. Tras este penoso déjà vu me vuelvo a cuestionar lo mismo que me preguntaba de pequeño en un cine de verano contemplando el trágico final de Vicente Parra: ¿En qué consiste eso de ser rey? Sin respuesta, en estos tiempos raros –con la que está cayendo– solo consigo hacerme otra pregunta delante del espejo: ¿Dónde vas, triste de ti?