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Cruzare La Línea para besarte junto al Peñón / por Vicente Alberto Serrano

Desde la Oveja Negra

Muchas tardes de aquel verano del 74 solía acercarme hasta un viejo malecón de La Línea, a espaldas del Cuartel de Ballesteros. Desde allí contemplaba el perfil de la ciudad de Gibraltar. Tan cerca y tan lejos. Me separaban las aguas de la Bahía de Algeciras. Calculaba unos mil metros de travesía a nado hasta alcanzar territorio inglés. Una aventura que tenía prevista y calculada si la tensión con Marruecos llegaba a más. Tal vez pedir asilo político en bañador, con aletas y gafas de bucear  podría resultar algo anacrónico, pero es que a mí el ardor guerrero no llegaba a calentarme la sangre. Por avatares del destino, o más bien por culpa de mis antecedentes políticos, me vi destinado a sufrir la puñetera mili en el Cuartel de Ballesteros del Regimiento de Infantería, en La Línea de la Concepción. Nada más llegar a mi destino lo primero que descubrí en el patio del cuartel fue una lápida de piedra artificial con un listado de nombres, reclutas de aquel regimiento que a lo largo de los años 1957 y 1958 habían perdido la vida en la lejana y celosamente silenciada Guerra de Ifni. Ante la nueva amenaza de una Marcha Verde sobre el territorio del Sahara español –por tanto un nuevo conflicto con Marruecos– pero sobre todo ante el temor de que volviesen a movilizar a este Regimiento, en esas tardes del verano del 74, mirando al mar soñé convertirme antes en un desertor mojado que después en un difunto héroe calcinado.

De José Luis y su guitarra a Los Tres Sudamericanos

Está comprobado que mi tierra natal, aparte de aceituneros altivos, también ha dado cantantes conocidos, sobre todo en una época en la que a través de la radio se empeñaban en crear una obligada banda sonora a nuestras vidas. José Luis Martínez Gordo nació en Jaén. Creo que era de la edad de alguno de mis hermanos mayores. Se dio a conocer con un tema que alcanzó pronto la popularidad y se convirtió en sonata para el acaramelamiento en los guateques de la época: Mariquilla, una entrañable declaración de amor dedicada a su novia de toda la vida. Después, es posible que las autoridades del régimen le obligaran a entonar su do de pecho más patriótico:

También era de mi pueblo Maribel Llaudes, más conocida por Karina; buscando en su baúl de los recuerdos creo que me ha proporcionado a veces material valioso para esta sección. La provincia aportó lo suyo al cancionero popular: Raphael, Juanito Valderrama, Joselito, Carmen Linares y hasta Joaquín Sabina. Pero no iba yo por aquí, a pesar de que mi paisano José Luis cantara ardorosamente a Gibraltar y de que las autoridades censoras prohibieran la emisión, en aquella época, de La balada de John y Yoko Ono, simplemente por estas dos líneas en una de sus estrofas: «¡Ya está, todo arreglado! / Os podéis casar en Gibraltar, junto a España». (Un buen amigo mío imitaría después al exbeatle). En aquel verano y apostado en el malecón de los pensamientos perversos yo simplemente tarareaba de vez en cuando un estribillo de Los Tres Sudamericanos, porque no llegaba a entender como Alma María, Darío y Johnny, trío paraguayo de éxito, lograron cruzar La Línea para besar a la gibraltareña junto al Peñón si Franco se había emperrado en cerrar la verja cinco años antes.

Jose Luis y su guitarra junto con Los Tres Sudamericanos lanzaron entonados suspiros de España hacia Gibraltar.

José Luis y su guitarra junto con Los Tres Sudamericanos lanzaron entonados suspiros de España hacia Gibraltar.

La sonrisa del Régimen

José Solís, paisano de don Juan Valera, fue conocido como ministro franquista y sobre todo, en época tan adusta, reconocido como la sonrisa del régimen. Cuando Franco agonizaba, su optimismo viajó hasta Marruecos para tratar de convencer a Hassan II que detuviese la Marcha Verde sobre el Sahara. Regocijado regresó a una España cuasi funeraria creyendo haber conseguido sus propósitos. Efectivamente el conflicto acabó con la firma de unos Acuerdos Tripartitos por los que se abandonaban los territorios del Sahara español, que pasaban a ser ocupados por Marruecos y Mauritania. Por supuesto nadie se planteó por entonces los anhelos del Frente Polisario.

Guardar el Peñón, pero desde este lado

La prosa del escritor segoviano Ramón Ayerra, apenas si consigue contenerse en las páginas de sus libros. Se desborda de tal manera que el lector se ve en la obligación de tomar aliento y regresar hasta el último punto y aparte, para intentar recuperar energía y desde allí releer, entender y deleitarse con la explosión barroca de sus textos. Su peculiar libro de viajes La España imperial (Ed. Sedmay) nos conmocionó hace tiempo con un capítulo dedicado a La Línea de la Concepción. Creímos vernos retratados en aquellos años ridículos ante la descripción de la tropa española desfilando, cada tarde, animada por una banda de cornetas y tambores, desde el cuartel cercano hasta la verja cerrada, con el solo fin de arriar bandera, y de paso tratar de amedrentar un poco a la población de la colonia británica, sin conseguirlo a pesar del ruido. En esa absurda obsesión por guardar el Peñón, pero desde este lado. Patética imagen de un tiempo descorazonador que compartimos a lo largo de casi dieciocho meses con una población sumida en las terribles consecuencias que, cinco años antes, había supuesto la rabieta absurda del dictador, a pesar de las discrepancias de algunos miembros de su gobierno. Se cumplen ahora cincuenta años del cierre de la verja y treinta y siete de su reapertura. Sin embargo aquel 8 de junio de 1969, diez mil españoles se quedaron sin trabajo en la Roca. Que muchos de ellos no lograron recuperar trece años después con la reapertura, porque inmediatamente habían tenido que emigrar de la zona. El cerrojazo de la frontera supuso el empobrecimiento inmediato de todo el Campo de Gibraltar, a pesar de las promesas y la instalación de industrias fallidas.

La verja, desde uno y otro lado, en aquellos años de cerrazón.

La verja, desde uno y otro lado, en aquellos años de cerrazón.

La señora de la calle Clavel

Al final de la calle Clavel conocí, en aquellos meses ya lejanos, a una señora gibraltareña que había optado por quedarse a este lado de la verja para poder conservar la casa familiar, separada de los suyos que prefirieron seguir regentando un pequeño negocio en Main Street. A veces me invitaba a tomar el té, por supuesto que se percibía su carácter británico en el empapelado de toda la casa o en la moqueta, pero sobre todo en la escalera, donde tenía colgados una serie de platos, algo kistch, conmemorativos de la coronación de la Reina Isabel II de Inglaterra. Me contaba como en la primera quincena de cada verano iniciaba la aventura de reencontrarse con los suyos. Viajaba en el coche de línea “Comes” hasta Algeciras, desde el puerto tomaba un ferry con destino a Tánger. Allí tenía que enlazar con otro ferry con el que llegaba a Gibraltar. Una aventura que solía durar más de veinticuatro horas para alcanzar una distancia que desde la verja cerrada apenas superaba los quinientos metros. Entonces las llamadas telefónicas tenían el coste de internacionales al igual que sellar una carta. Por eso, durante todo el año, muchas familias se citaban en la verja cerrada –la de Gibraltar siempre permaneció abierta– desde un lado y otro de la zona desmilitarizada, se hablaban a gritos para saber de familias rotas, mientras que con prismáticos trataban de apreciar el paso del tiempo en sus rostros borrosos por la distancia.

A ritmo de cumbia

No tuve que verme obligado a alcanzar a nado la otra orilla, porque la fiebre bélica pareció calmarse, pero evocando a aquella señora de la calle Clavel, de la que no consigo recordar su nombre, me pregunto como el populachero trío paraguayo logró cruzar La Línea a ritmo de cumbia para besar a una gibraltareña junto al Peñón. El año que abrieron la verja, viajé hasta Gibraltar, quería conocer de cerca lo que estuve observando de lejos durante tanto tiempo.