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Cómo enseñar a leer en clase/ por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

 

 

Hace un par de semanas trataba de perfilar –desde esta misma sección– la figura de un legendario y controvertido profesor de literatura que en los remotos tiempos de sexto de bachillerato –1965– en el Instituto Complutense, estuvo a punto de conseguir que sus alumnos odiásemos para siempre toda manifestación escrita. Se llamaba Félix Ros y con singular y perversa maestría era capaz de hacer rebotar por los pupitres, entre un acojone generalizado, sus tal vez justificadas fobias por ciertos autores. Algunos sobrevivimos. Con otros nunca he tenido la oportunidad de volver a contrastar opiniones y gustos literarios, porque se perdieron por los laberintos de la memoria y el tiempo.

 

Para recuperar la lectura

A los pocos días, en el escaparate de mi librería cercana, descubría un volumen con la atractiva reproducción en la cubierta de un cuadro del pintor francés Jean Geoffroy (1853-1924), imagen que me evocó de inmediato las fotos posteriores de Robert Doisneau y las primeras películas de François Truffaut (sobre todo Los cuatrocientos golpes). Su título ya incitaba al debate: Cómo enseñar a leer en clase (Ed. Reino de Cordelia). Se intuía como un libro que invitaba a desmenuzar las complejas claves para alcanzar a entender la supuesta pérdida de afición y comprensión de la lectura en las aulas de escuelas e institutos. Después, cuando –entre cómplice deleite– se recorren  sus casi setecientas páginas; no solo no defrauda el proyecto, sino que admiramos el esfuerzo del autor, Miguel Díez R., profesor de Lengua y Literatura de Enseñanza Media que, tras casi cuarenta años de docencia, se ha empeñado en elaborar tan peculiar manual de instrucciones; requerido por un antiguo alumno suyo que hoy se encuentra en parecida situación: impartiendo clases de Literatura en un colegio de Nanterre. El resultado son las memorias didácticas de un viejo y admirado profesor, adobadas por una selecta y generosa antología de textos, con clarificadores comentarios, entrelazados en todo momento con las contundentes denuncias sobre el modo en que se ha ido relegando la enseñanza de la literatura, hasta llegar a tiempos tan complejos y alarmantes como los actuales.

Como enseñar leer

Pintura de Jean Geoffroy para la cubierta de “Como enseñar a leer en clase” y foto de Robert Doisneau.

 

Manuel Azaña y Gil de Biedma

«Las novelas de Verne, de Reid, de Cooper, devoradas en la melancólica soledad de una casona de pueblo ensombrecida por tantas muertes, –escribía Azaña en El jardín de los frailes (Alianza Ed.)– despertaron en mí una sed de aventuras furiosa. Amaba apasionadamente el mar. Soñaba una vida errante. Me sucedía lo que a los niños de ahora les ocurre con el cine: ellos quieren ser Fantomas como yo quise ser el capitán Nemo». En su libro de ensayos, Al pie de la letra (Ed. Crítica), el poeta Jaime Gil de Biedma comenta que: «…para leer Moby Dick, el Quijote o cualquier otro gran libro que los mayores a veces imponían a los niños, en ediciones más o menos expurgadas, tenemos por delante toda la existencia, mientras que para leer apasionadamente Los tigres de Mompracen, El Coyote o cualquier otra historia de aventuras que los niños lean ahora, sólo disponemos de poquísimos años. Quien los desperdicie, se habrá privado de la única profunda aventura de leer que a esa edad puede tener y que sólo puede tener a esa edad; su experiencia literaria y su experiencia de la vida quedarán para siempre incompletas». Es sabido que tanto Azaña como Gil de Biedma nacieron sin televisión. Ellos no pertenecieron por tanto a la generación de los llamados nativos digitales. Desconocieron el acceso a Internet vía Wifi, Whatsapp, Facebook, Twiter, Instagram… Sin embargo al parecer tuvieron el privilegio de poder acceder en edad temprana –sin recomendaciones en clase– a una serie de libros que les abrieron las compuertas de la imaginación, antes de descubrir que la vida iba en serio.

 

Tiempos modernos

Como lector puedo llegar a entender las preocupaciones de los profesores de literatura en estos tiempos raros; aunque no esté del todo en acuerdo con ellos. Tampoco cualquier tiempo pasado fue mejor. Estoy seguro que en la mayoría de las casas de aquellos con los que compartí nefasto profesor de literatura en las aulas del bachillerato, se carecía de una mínima biblioteca. Y lo peor es que nada más había alrededor. Ya se había encargado el franquismo de arrasar los esforzados resultados de las Misiones Pedagógicas durante la República y los tímidos pero ‘nefastos’ hábitos de lectura que hubieran podido adquirirse durante aquel período de esperanza. Por supuesto que hoy hemos entrado de lleno en un tiempo nuevo ante el que muchos –tal vez sea por la edad– nos alarmamos. Miguel Díez en su libro, repleto de sugerentes textos, recoge la cita de otro gran lector, Alberto Manguel, que afirma: «…se ha perdido la costumbre de lo difícil, lo profundo y lo lento. Es muy complicado hacer que un niño educado al ritmo del zapping y el videojuego se tome el tiempo de sentarse con un libro». Tal vez sea precisamente ese ritmo lo que haya cambiado. Se ha abierto de pronto una ventana al infinito y aún estamos sufriendo los efectos de ese vértigo inquietante. A lo mejor pasado mañana los nuevos nativos digitales descubren –o ya lo han descubierto– a Kafka, a Cortázar o comparten el Aleph con Borges; pero por supuesto desde otros atrayentes ángulos que les infieren nuevas perspectivas a la realidad.

Las-misiones-pedagogicas

Misiones pedagógicas, 1931

 

Enseñar a los niños a odiar la lectura

Mientras tanto nosotros podremos seguir disfrutando –con sus análisis precisos– de textos que nos resultan familiares y que el viejo profesor nos ofrece en este sugerente Cómo enseñar a leer en clase. Sobre todo los que lamentablemente aprendimos a disfrutar de las lecturas no en clase, sino fuera de ellas en libros de papel. Sin embargo, para una meditación responsable sobre el asunto, también deberíamos tener a mano Escuela de fantasía (Ed. Blackie Books), el último libro del escritor italiano Gianni Rodari. Porque leer, a no ser que los adultos se empeñen en que les parezca lo contrario, es divertido. Entre sus páginas encontraremos el antidecálogo titulado Nueve formas de enseñar a los niños a odiar la lectura. Entre sus mandamientos se contiene: Presentar el libro como una alternativa a la televisión. Presentar el libro como una alternativa a los comics. Decir a los niños de hoy que los de antes leían más… Como si los niños no leyeran en las pantallas con la misma naturalidad que en papel. «No me parece –escribe Rodari– que negar una diversión, un entretenimiento placentero, sea la forma ideal de estimular el amor por otra actividad. Hay muchos métodos para enseñar a leer, pero también hay muchas formas de que los chicos odien la lectura. Casi todos conocemos y practicamos con insistencia los distintos sistemas que hacen que los niños acaben sintiendo náuseas ante un libro».