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Borges y los lectores / Por Vicente Alberto Serrano

Borges y los lectores  /  Por Vicente Alberto Serrano

Desde La Oveja Negra

El cierre en estos días, de una de las pocas librerías de referencia que quedaba en nuestra ciudad, me hace regresar al Borges oral, aquel que solía afirmar que se sentía mucho más satisfecho como lector que como escritor. Javier cierra su librería; a partir de ahora se dedicará exclusivamente a escribir. Es muy posible que su clientela comience a sentirse desorientada, ante la falta de recomendaciones de aquel librero ejemplar. En este tiempo raro y confuso, dos lectores, sumergidos en la oscuridad, se enredan aun en mi memoria. Jorge Luis Borges es uno de ellos. Hace muchos años yo aspiraba a ser escritor. Incluso gané un premio literario con un relato titulado Las cuatro estaciones o para quién escribir, texto rebosante de la inexperta experiencia de un adolescente. Atiborrado por lecturas no digeridas del todo: Carpentier, García Márquez, Sábato, Kafka y el propio Borges. Sinceridad desbordada bajo los compases de Vivaldi que me hacían soñar con un futuro repleto de historias que contar a una legión de incondicionales lectores. Aquel texto premiado se abría precisamente con una cita de Borges, arrancada de su Poema de los dones: «Nadie rebaje a lágrima o reproche/ Esta declaración de la maestría/ De Dios, que con magnífica ironía/ Me dio a la vez los libros y la noche».

La anciana borgiana de los soportales

Nunca llegué a saber su nombre. Nunca hablé con ella. Nunca logré adivinar alguno de los títulos que leía. Forraba los libros cuidadosamente, celosa de la intimidad de sus lecturas. Trataba de vender cupones, aunque sin poner demasiado entusiasmo en ello. Sentada en el escalón de una columna de los soportales, frente a la entrada del “Pipero” –así llamábamos el cine Pequeño– hoy conocido como Corral de Comedias. Minúscula y borgiana, se ayudaba de una gran lupa para recorrer las líneas de tomos misteriosos. Su alrededor, con toda probabilidad, estaría sumido en un desdibujado bosque de sombras al que parecía no prestar interés alguno, ensimismada siempre en aquellas gustosas páginas. A través de ellas seguro que descodificaba perfectamente imágenes y personajes que le desplegaban con generosidad otros mundos posibles. ¡Los veinte iguales para hoy! ¡Los veinte iguales para hoy! La anciana de la lupa fue la protagonista del relato premiado con el que yo aspiraba a ser escritor. Afortunadamente el tiempo no me dio la razón y me quedé en simple maquetador de libros de los demás; pero sobre todo en lector; me envicié con buena parte de la obra de Borges, el escritor que ansiaba solamente ser lector, igual que aquella anónima mujer de la que nunca llegué a saber su nombre ni descubrir siquiera el título de alguna de las obras que leía. Por entonces llegó a mis manos un texto que el autor de El aleph dedicaba al libro, rindiendo a la vez su personal homenaje a otro gran lector: «En las páginas iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger y leer cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu. Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie».

Del capitán Trueno al capitán Acab

No alcanzo a recordar el día que abandoné definitivamente al capitán Trueno por el capitán Acab y al Guerrero del Antifaz por Stevenson, Conrad y Poe. El día que dejé los tebeos por los libros y comencé a descubrir que me unía cierta complicidad con aquella anciana de la lupa. Creí haber descubierto mi vocación al contemplar una lectora auténtica sumida en la humildad de su anonimato.

Minúscula topografía urbana

Durante unos años –quiero imaginármelo al menos– conseguimos compartir la misma y minúscula topografía urbana. Apenas unas decenas de metros de acera y algunas columnas de soportales por las que nosotros, adolescentes pletóricos de energía y curiosidad, nos empeñábamos por convertir en una luminosa paleta de colores la escala de grises de los tiempos tan estériles que nos había tocado vivir. Ella mientras tanto permanecía sumida en eternas sombras, con la felicidad de combinar letras para convertirlas en imágenes y sugerentes argumentos. Junto a su escalón colgaban cada mañana cuatro tableros con carteles y fotocromos de las películas que esos dos cines, casi siameses por su cercanía, nos prometían ofrecer aquella tarde. Algo más allá la librería-papelería de Paco, al que cariñosamente llamábamos “el cervantino”. (Era el padre de Javier, nuestro actual librero de confianza que en estos días ha dispuesto a echar el cierre para en lugar de vender libros, escribirlos). Francisco Rodríguez era cordial y afable, Salvador de Madariaga le escribía desde el exilio, nos acogía en improvisadas tertulias vespertinas que se prolongaban más allá de las diez, momento en que le ayudábamos a desmontar el “tendedero” de la fachada, donde revistas y periódicos colgaban sujetos por pinzas de la ropa. Cada noche sus páginas terminaban manoseadas por lectores furtivos de todo el día, ante la natural indignación del dueño del establecimiento. Al fondo de los soportales, en la calle Mayor, el señor Emilio y el señor Retabel, frente por frente, con locales refugiados en sendos portales, paraíso de chucherías y en el caso del señor Retabel, el aliciente añadido de cambio de novelas y tebeos.

¿Requiem por el libro?

De aquel pasado siglo ha desaparecido la librería-papelería del “cervantino”. Vilela hace tiempo que dejó de colgar los tableros que anunciaban las películas de la tarde, porque dejaron de existir aquellos cines siameses de programa doble. Por supuesto tampoco se pueden cambiar novelas y tebeos, los portalones repletos de chucherías, se desdibujaron de nuestra memoria hace años. El escalón está vacío, ni anciana ni lupa ni ¡Los veinte iguales para hoy! Corren otros tiempos inquietantes y nefastas profecías se empeñan en hacernos creer como realidad que el libro en papel está a punto de extinguirse, vencido por un “chisme”, al parecer indispensable, que convierte la lectura en miscelánea y los textos en objeto de piratería. Escribo estas líneas rodeado de estanterías rebosantes de libros, a modo de ladrillos, con los que creía haber cimentado mi trayectoria vital. Comienzo a pensar que no es mi biblioteca, sino simplemente un mortecino panteón. Y es que conservar los libros con los que descubrimos otros mundos que no estaba en este, parece que se está convirtiendo en absurdo fetichismo ante un futuro inmediato en el que me temo, terminarán desdibujándose de nuestra memoria aquello que se conocía como librerías, bibliotecas, los cines de programa doble y también, como cantaba Enrique Morente en una guajira: «…esos papelotes a los que llaman diario».