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Azaña en Tierras de España / Por Vicente Alberto Serrano

Azaña en Tierras de España / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

«Amaba apasionadamente el mar. Soñaba una vida errante. La primera vez que me asomé al Cantábrico y ví un barco de verdad casi desfallecí de gozo. Me sucedía lo que a los niños de ahora les ocurre con el cine: ellos quieren ser Fantomas como yo quise ser el capitán Nemo».

Marinero en tierra

Estas líneas de El jardín de los frailes siempre vienen a mi memoria –de modo inevitable– cada vez que regreso sobre la foto de Manuel Azaña preso, acusado de incitar a la rebelión, allá por el año 1934, sobre la cubierta del destructor “Sánchez Barcáiztegui” amarrado en el muelle del puerto de Barcelona. Sus tempranos pero frustrados deseos de viajes sin retorno, escritos desde el recuerdo hacia aquellas novelas de Julio Verne, Mayne Reid o Fenimore Cooper «…devoradas en la melancólica soledad de una casona de pueblo ensombrecida por tantas muertes…» despertaron en su adolescencia una sed de aventuras furiosa, una sed que tal vez pronto se apagó, junto a ese sueño de una vida errante, en la sala baja de la calle de la Imagen, simplemente cuando le despertaran las voces de las mujeres que iban a coger agua en la fuente del hospital, justo donde hoy se alza el falso chalet natal de Cervantes. Marinero en tierra con chapela y jersey de lobo de mar, prismáticos innecesarios para tan desolador lugar sin horizontes. Sentado en anacrónico sillón de mimbre, como sin en vez de estar flotando sobre aguas en calma, estuviese presidiendo una tertulia de café. Sobre la mesa la caja entreabierta de garrapiñadas de Alcalá con las que acaso pretendiera endulzar las amarguras del pasado evocador, pero también de ese presente varado por las circunstancias. Desde tierra firme un grupito de señoras parecen observar, con cierto escepticismo, a este aventurero sin mares que poder alcanzar.

José Esteban ante Manuel Azaña

La labor que desde hace unos pocos años viene realizando José Esteban sobre la obra de Manuel Azaña, solo sería comparable al trabajo de Juan Marichal en la década de los sesenta del pasado siglo. Con todo tipo de dificultades, logró recuperar y publicar en la editorial Oasis de México –gracias al  inestimable apoyo de Josep Virgili Andorra, editor catalán en el exilio– la totalidad de lo que se consideraban Obras Completas, no perdidas o secuestradas. Cuatro volúmenes difíciles de conseguir entonces en un país amordazado por la ignorancia. Ahora –con la inestimable ayuda de Jesús Egido, editor de Reino de Cordelia–  José Esteban trata de desmenuzar, con muy buen criterio, buena parte de aquellos inaccesibles tomos que preparó su admirado Marichal. A lo largo de cuatro entregas, en edición de bolsillo y diseñadas con una exquisitez extrema, se está  estructurando una antología necesaria con la que conocer –por fin– la verdadera trayectoria política y la admirable condición literaria de aquel aventurero que se quedó sin mares que poder alcanzar, pero que –a pesar de su amargo final– experimentó otra gran aventura: la de presidir la ilusión colectiva de la Segunda República.

El problema español

La tercera entrega de la serie: Tierras de España (Ed. Reino de Cordelia), aparece con el subtítulo de El problema español, evidente evocación a una conferencia pronunciada por Azaña en 1911 y que Marichal –aun considerándola esencial para poder entender mejor la posterior trayectoria ideológica de su autor– no llegó a publicar en las Obras Completas de 1966-1968, al no conseguir localizar su texto. En 1975 la familia San Luciano descubrió un único ejemplar de los publicados por la sección de Propaganda de la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares, lugar donde fue pronunciada el 4 de febrero de 1911. A modo de epílogo, en el capítulo final de esta antología, se recogen párrafos de aquella emblemática conferencia, junto con algunos otros fragmentos de discursos y artículos que definen con claridad ese problema español y sirven para justificar todos los textos que integran el volumen.

Tierras de España

En la obra literaria de Azaña se perfilan dos claras tendencias que tienden a confundirse, porque casi siempre el paisajismo acaba mezclándose con lo autobiográfico. José Esteban ha sabido escarbar entre la amplia obra azañista, consiguiendo unir las piezas necesarias con las que ha logrado armar un intenso, ameno e íntimo libro de viajes. Azaña pertenecía a la generación del 14, escritores que desde la modernidad quisieron alejarse de los novetayochistas, que amaban España porque no les gustaba. Ellos en cambio deseaban trastocar el futuro para alejarlo de ese atraso tradicional español. «Lo que importa es navegar –afirmaba con rotundidad este marinero en tierra– Lo que importa es el porvenir, republicanos y socialistas». Con la lectura de los textos recogidos en este volumen entendemos con mayor claridad el interés que Azaña profesó por el libro de George Borrow, La Biblia en España, del que realizó una magnífica traducción. Seguro que fue además un ferviente lector de Richard Ford. Sus recorridos narrativos por España desprenden la misma preocupación ante el atraso y la ruina del país, pero aún con mucha más intensidad y dolor desde su condición de español. Los trazos con los que dibuja Madrid, con adjetivaciones precisas y afiladas, nos recuerdan la otra tan certera visión que tuvo Josep Pla de la capital de España. Recorre Galicia, León, Asturias, Santander, las provincias Vascongadas, Cataluña, Granada, los dos Castillas… Observa, se detiene y se indigna entristecido ante la miseria que se ha adueñado de sus gentes y sus tierras. Incluso las escapadas a París le sirven para realizar una desoladora comparativa entre Francia y España.

Sentado a la puerta de Salinas

Por supuesto que también se recogen fragmentos dedicados a su ciudad natal. Como aquella escapada nocturna y semiclandestina de una noche de verano de 1931, que llegando hasta la Plaza Mayor al filo de la madrugada, sentado a la puerta de la confitería Salinas y envuelto en su silencio inquietante y una tristeza despavorida, creyó haber regresado veinte años atrás. El último regreso se produjo el 17 de noviembre de 1937. De aquel último reencuentro con su pueblo dejó una extensa, entrañable y patética nota en los Cuadernos de la Pobleta que se reproduce en estas páginas. Descripciones de añoranza a un tiempo perdido sin remisión, que se cierra presenciando el desfile de las tropas desde un balcón de la calle Libreros: «En un balcón frontero se agolpa una familia […] una señora grave no me quita ojo. Creerá que está viendo al monstruo, a quien seguramente conoció de pequeño».

El otro viaje a la Alcarria

Dejando Alcalá en la distancia y el recuerdo, es conducido al frente de Guadalajara. Lamenta la ruina del Palacio del Infantado. Camino de Torija por frondosa cañada: Valdenoches «¡Buena gente había aquí, en otros tiempos!». En Trijueque, desde el observatorio al borde de la meseta, contempla el escenario de batalla: «Todo desierto. Humanes, Hita… Unos cerros pelados, en los que el sol juega con la lluvia. Al fondo, entre brumas, se encumbra el Ocejón, que señorea toda esta comarca». Como punto final del viaje: Brihuega, brava, embarrancada y sola. Desamparado panorama de devastación «…en este rincón de España que parecía tan fuera del alcance de los zarpazos de la historia […] ¡quién hubiese creído que vendría a batallar un ejército extranjero». De pequeño ansiaba convertirse en el capitán Nemo, sin embargo terminó convertido en Presidente de la República, muerto en el exilio tras reclamar: «Paz, piedad y perdón».