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Ángel María de Lera, otro de los olvidados / Por Vicente Alberto Serrano

Ángel María de Lera, otro de los olvidados / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

A comienzos de 1971, Antonio Buero Vallejo pasaba a ocupar el sillón X de la Real Academia. Desde las páginas de ‘ABC’, Ángel María de Lera le dedicaba entonces un entusiasta artículo, con el que trataba de dejar claro que Buero era el nombre más significativo y representativo de la literatura de posguerra: «Es el primero que surge en el teatro y el que sitúa al género en la realidad de la vida española; el que se hace portavoz de la congoja soterrada de su sociedad, con un sentido crítico y rigurosamente ético: el que eleva, por ello, el sainete a la categoría de drama y, a veces de tragedia».

Vidas paralelas
Los dos escritores –Buero y Lera– nacieron en Guadalajara. Hijo de un capitán de Ingenieros, Antonio Buero Vallejo –el pasado 29 de septiembre se cumplía su centenario– pasó su infancia y adolescencia en la capital alcarreña, mostrando una vocación muy temprana por el dibujo y la pintura. Ángel María de Lera, hijo de un médico rural, nació en 1912 en Baides, pueblo cercano a Sigüenza; allí pasaría los seis primeros años de su infancia hasta que la familia se traslada a un pueblo de Álava. En 1936, Buero Vallejo militaba en el Partido Comunista; Ángel María de Lera, militante del Partido Sindicalista de Ángel Pestaña, es nombrado comisario de guerra en Madrid. En 1939 Buero es encarcelado, procesado en juicio sumarísimo y condenado a muerte por ‘adhesión a la rebelión’. A los pocos días de la entrada victoriosa de las tropas franquistas en Madrid, Lera será descubierto en casa de un amigo, detenido y condenado a muerte. Ambas condenas será conmutadas por treinta años de prisión. A lo largo de aquellos años conocerán los más desoladores y espantosos presidios de posguerra: San Antón, Conde de Toreno y Santa Rita en Madrid; El Dueso, Aranjuez… y Ocaña, donde tal vez coincidieran. En 1946 Buero quedaba en libertad condicional y Ángel María de Lera en 1947.

La débil memoria del compromiso
Vivimos tiempos inciertos donde la débil memoria del compromiso ha terminado diluida en una charca de confusión que por más que pisoteamos ni siquiera salpica. El teatro de Buero, efectivamente puede que hoy nos resulte áspero, pesimista y posiblemente criticable en algunos de sus planteamientos estéticos, pero no deberíamos haber olvidado que en un tiempo, no tan lejano, supuso la renovación de la escena, y que entonces muchos de nosotros nos sentíamos conmocionados con los profundos claroscuros de El tragaluz; porque fueron años de cegueras, que alcanzaba mucho más allá que las de los protagonistas de El concierto de San Ovidio o En la ardiente oscuridad. Al comprobar que en estos tiempos míseros de cultura rala, ni una sola obra del Buero centenario se representa sobre los escenarios españoles, se me ha antojado regresar sobre alguno de aquellos otros autores olvidados.

De ‘Los olvidados’ a ‘Los clarines del miedo’
Es muy posible que hoy la única obra de Ángel María de Lera que no esté descatalogada sea la clarificadora edición crítica de Asunción Castro Díez sobre Los olvidados (Ed. Castalia) su primera novela, escrita con 41 años, Perfilada desde un cierto costumbrismo fatalista y con algunos trazos de carácter autobiográfico, narra las miserias de un grupo de emigrantes andaluces tratando de sobrevivir durante la posguerra en un poblado chabolista madrileño, cercano a la fábrica de licores donde el autor trabajó durante algún tiempo. La primera edición pasó totalmente desapercibida. En 1958 se presenta al Premio Nadal con Los clarines del miedo (Ed. Destino), ilusionado queda en la primera votación con el mayor número de votos. Sin embargo al final el jurado se inclina por No era de los nuestros de José Vidal Cadellans. (Titulo significativo que podría servir para definir al propio Lera). Orson Welles llegó a afirmar que Sangre y arena y Los clarines del miedo eran las dos mejores novelas escritas sobre la fiesta. Para los que no profesamos excesiva pasión por el toreo, descubrimos que en la patética y trágica aventura taurina del ‘Aceituno’ y el ‘Filigranas’, sus protagonistas, se contiene parte de ese rechazo que mantenemos sobre aquello que ahora califican como Patrimonio Cultural. Contradiciendo a Welles, creemos que en esta novela, Lera está más cerca de Eugenio Noel que de Blasco Ibáñez.

De ‘Las últimas banderas’ a ‘Los que perdimos’

Cuando, por tantas circunstancias adversas, Ángel María de Lera comenzó a escribir a una edad bastante tardía, su principal obsesión era describir los desgarrados últimos días protagonizados en el Madrid convulsionado de 1939. Incluso bocetó un primer capítulo que mostró a su amigo Antonio Vich. Quien, con muy buen criterio, le recomendó que lo escondiese en un cajón y esperase a tiempos más propicios, si es que estos llegaban algún día. Diez años más tarde, en pleno tardofranquismo, Las últimas banderas consiguió el Premio Planeta y la novela logró superar los 100.000 ejemplares en un país sin lectores, pero con mucho resentimiento victorioso. Valorado por algunos y criticado por una amplia mayoría que tal vez ni siquiera sobrepasó el primer capítulo, Las últimas banderas se presta hoy a una lectura sosegada y comparativa con Así cayó Madrid (Ed. Guadiana) deplorable descargo de conciencia del Coronel Casado para tratar de justificar el último y vergonzoso episodio de la Guerra Civil española.

Mientras Lera construye una obra de ficción desde la terrible angustia de la derrota, Segismundo Casado redacta un informe justificativo del golpe de estado, desde el resentimiento y la crítica despiadada a los principales miembros de la República. Dos años más tarde, en 1969, Ángel María de Lera escribe, a modo de desesperanzado epílogo, las dramáticas secuencias de interrogatorios, juicios y condenas de los protagonistas de su novela anterior, que acaban en el penal de Ocaña, pero de Los que perdimos (Ed. Planeta) no se permite su publicación hasta 1974. Algún crítico llegó a definir su novelística como: «un proceso de profundización, no de trascendencia, porque no intentaba elevarse sobre la vida para explicarla, sino tocar la vida en sus raíces». Aquella generosa apreciación que Lera hizo de Buero en 1971, habría que extenderla también sobre su obra, representativa de una esforzada literatura de posguerra desdibujada hoy en el olvido, ahogada en esa charca de confusión en la que a pesar de chapotear, somos incapaces de salpicar y por tanto de provocar.