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Alcalá de Henares vista por Miguel de Unamuno / Por Bartolomé González

Alcalá de Henares vista por Miguel de Unamuno / Por Bartolomé González

ALCALÁ PARAÍSO LITERARIO

Miguel de Unamuno se alojó en nuestra ciudad, concretamente en el oratorio de San Felipe Neri, durante unos meses, para recibir los sabios consejos de su paisano y amigo, el jesuita bilbaíno Juan José Lecanda, el padre Lecanda. Éste será su confidente y confesor durante su crisis espiritual de los años 1897 y 1898.

Sus paseos y vivencias alcalaínas, junto con algunos fragmentos de las discusiones que mantiene con el padre Lecanda, fueron recogidos en un artículo publicado por primera vez el 18 de noviembre de 1889 en El Noticiero de Bilbao y, posteriormente, en otras publicaciones con el título En Alcalá de Henares. Castilla y Vizcaya.

El texto empieza con la dedicatoria “a mi muy querido amigo Juan José de Lecanda” para, después de dos estrofas de Núñez de Arce y otra de Iparraguirre, motivarnos el objetivo de sus palabras: “Quiero escribir de Alcalá, en que tan buenos ratos pasé con usted, mi buen amigo don Juan José, los dos primeros días de noviembre del pasado año y los tres primeros del mismo mes de este año. Alcalá me ha llevado a comparar el paisaje castellano a nuestro paisaje…”

En el artículo nos describe el pequeño mundo alcalaíno, de finales del siglo XIX,  que conoció en las visitas que, con el Padre Lecanda como anfitrión, realizó durante su estancia alcalaína. Su descripción es agria y dura, sus palabras me recuerdan a las que dedicó a Madrid al que calificó como “poblachón manchego” y “villa de nobles villanos, villa provinciana, de provincia capital vencida por España y a España entregada y de corazón rendida”.

Sin duda alguna, tuvo en el padre Lecanda un buen cicerone como se trasluce del conocimiento que Unamuno nos muestra al escribir sobre “las cosas de Alcalá” y también de algunos de nuestros más señeros personajes. Veamos:

No olvidaré mis visitas a la ‹‹la ilustre y anciana y desvalida patria de Cervantes››, como la llamó Trueba[1]. En ciudad tan gloriosa, y con usted por guía, hay mucho que sentir y que aprender.

Ciudad, significa para mí poblado triste y lleno de reliquias, empolvadas acaso; villa, cosa, de vida y empuje: Me he acostumbrada a personificarlas en Orduña y Bilbao:

Sobre El Escorial adusto se cierne la sombra adusta del gran Felipe; y sobre esta ciudad calmosa. La de Cisneros y los arzobispos de Toledo, de quienes fue feudo. Está llena de huellos de la munificencia de los cardenales Cisneros, Carrillo, Borbón y Tenorio.

Alcalá es la continuadora de la vieja Compluto y la viejísima Iplacea. En las faldas del cerro de la Vera Cruz, y reflejándose en las aguas del Henares, se alza el castillo, que esto significa Alcalá en la lengua de los moros. Daciano le pe puso en el camino de la gloria sacrificando a los santos Justo y Pastor, y mucho más tarde Cisneros fundó en ella el Colegio Mayor, rival, con el tiempo, de la vieja Universidad salmantina. A la sombra de este colegio fundaron la órdenes religiosas hasta otros veinticinco. Salieron de ellos, entre otros ingenios insignes, Arias Montano, Figueroa, el divino Vallés, Solís, el admirable Padre Flórez, Laínez y Salmerón, Jovellanos, y entre otros trabajos, el famoso Ordenamiento y la prodigiosa Biblia Poliglota. Nosotros, los vascongados, debemos recordar que en Alcalá estudió Íñigo de Loyola. Fue llamada con su título, más glorioso la ciudad de los santos y de los sabios.

No voy a hacer historia; quien la quiera de Alcalá, acuda a Palau, a Portilla, a Azaña.

Y ahora, conozcamos su opinión del Alcalá que vio:

Hoy ha venido a menos la vieja Alcalá de San Justo. La universidad, vendida con sus anejos por el Estado en 24.000 pesetas, ocupan con sus colegios los escolapios; el hermoso palacio de los arzobispos, se convirtió en archivo general central del reino, y allí está, en restauración inacabable, con aquel andamio muerto de risa, que esperan a que se acabe de podrir, para sustituirlo con otro, que también se podrirá. En la Magistral descansan, en magníficas tumbas, los dos cardenales enemigos: Cisneros y Carrillo.

No hay edificio, que no lleve sello de arzobispo toledano; en mil rincones se ve el tablero de ajedrezado del fraile cardenal. El cordón franciscano ciñe, tallado en piedra, la fachada carcomida de la gloriosa Universidad Complutense. El recuerdo del pasado hace a todo más triste que la realidad presente, y apenas si a los alcalaínos quedan bríos para deplorar la grandeza perdida y salvar sus despojos de la anemia.

A continuación, también se recrea en una cáustica descripción de la población alcalaína:

En Alcalá es hoy todo tristeza, y si se fuera la guarnición, quedaría desolado el cadáver terroso de la corte de Cisneros. Población hoy seminómada, donde se ve más al vivo que en los grandes centros la vida interior, cuya filosofía ahondó Balzac; población sostenida como puntales por unos pocos labradores ricos y coronados de una masa flotante de vegetación humana, masa que oculta más de un drama, masa compuesta de unos que van con el trajecito bien cepillado a aliviar su ruina, su viviendo barato y encerrándose en casita; de otros que, huyendo de los conocidos, van con misterio a ocultar acaso una vergüenza, y con misterio se ausentan, y de muchos más que acuden a comer del presupuesto.

A los frailes y estudiantes han sustituido empleados y militares; los conventos sirven de cuarteles, y algo de vida da al pueblo la vida sin alegría de los presidios. Los pobres soldados vagan por los soportales de la calle Mayor, los oficiales ociosos carambolean en el casino o enamoran para matar el tiempo, los alcalaínos se distraen en coleccionar fierro viejo, mueles viejos, barrotes viejos, cuadros viejos, en leer y componer poesía vieja, en cosas incomprensibles, o poco menos, en nuestro país.

No se olvida de nuestro paisano Miguel de Cervantes:

Alcalá recuerda a Cervantes que, como la inscripción de su casa nativa dice[2], pertenece por su nombre y por su ingenio al mundo civilizado, y por su cuna, a Alcalá de Henares. En esta inscripción, clásicamente discreta, está pintado un pueblo. Cervantes recuerda a Don Quijote y Don Quijote a los ardientes, escuetos y dilatados campos de Castilla, tan ardientes, escuetos y dilatados como el espíritu quijotesco. Vamos al campo.

Y con esta última frase, nos adentrará en el entorne en el que se enclava Alcalá:

No se ve Alcalá, como a nuestros pueblos, recogidita en el regazo de montes verdes, bajo un cielo pardo, sino tendida al sol en el campo infinito, dibujando en el azul las siluetas de las torres de sus conventos. Rojiza, tostada por el sol y el aire, pegada al suelo, circuida por paredes bajas de adobe. Rodean a su campo, como ancho anfiteatro, los barrancos de la sierra, en que se alzan pelados el cerro del Viso, el de la Vera Cruz, el Malvecino, la meseta del Ecce-Homo. Lame los pies de los cerros, separando la Campiña de la Alcarria, el Henares de frondosas riberas festoneadas de álamos negros y álamos blancos.

A un lado del Henares, la sierra, y la Campiña al otro. No las montañas en forma de borona, verdes y frescas, de castaños y nogales, donde se salpican al helecho, las flores amarillas de la argoma y las rojas del brezo. Colinas recortadas que muestran las capas del terreno, resquebrajadas de sed, cubiertas de verde suave, de pobres yerbas, donde sólo levantan cabeza el cardo rudo y la retama olorosa y desnuda, la pobre ginesta contenta dei deserti que cantó el pobre Leopardi e su último canto.

Al otro lado la tierra rojiza a lo lejos el festón de árboles de la carretera, amarillos ahora; en el confín, las tierras azuladas que tocan al cielo, las que al recibir al sol  que se recuesta en ellas, se cubren de colores calientes, de un rubor vigoroso.

¡Ancha es Castilla! ¡Y qué hermosa la tristeza enorme de sus soledades, la tristeza llena de sol, de aire, de cielo!

No se olvida de alguno de nuestros pueblos vecinos y de sus habitantes:

Todo ello parece un mar petrificado, y como un navío lejano en el fondo, se pierde la iglesia de Meco, célebre por la bula del conde de Tendilla[3].

Por estos campos secos no vienen aldeanos, que aquí no los hay; vienen lugareños de color de tierra, encaramados en la cabalgadura, y carromatos tirados por cinco mulas en fila: no se oye el chirrido arrastrado de las ruedas del carro, sino algún cantar ahogado y chillón.

La vista se dilata por el horizonte lejano, y el paisaje infunde melancolía tranquila. ¡Será de contemplarlo en los días ardientes de julio, sentados en las orillas del Henares, a la sombra de un álamo!

Acaba el texto con una breve reflexión sobre el ambiente ciudadano que se respiraba:

En Alcalá la gente no se pasea apenas; no hay baile, ni tamboril, ni charanga los domingos, ni frecuentes romerías como Dios manda. Las calles solitarias, caldeadas, las casas bajas y terrosas que no dan sombra, sin tiendas ni bullicio. Esto es bueno para recogerse y meditar; pero para dejarse vivir, ver gente, distraerse, gozar con sentir desfilar mil sensaciones vulgares, dejar volar el tiempo, nuestro país.

No es esta en la única obra en la que el autor se acordará de nuestra ciudad, también lo hace en Vida de Don Quijote y Sancho, en ella nos habla del Hospital de Antezana, pero eso lo dejo para otro artículo y acabo aquí este nuevo paseo por Alcalá, esta vez muy bien acompañado por el Padre Lecanda y por don Miguel de Unamuno.

Bartolomé González Jiménez

BIBLIOGRAFÍA:

Unamuno, Miguel de. 2001.  “En Alcalá de Henares. Castilla y Vizcaya” en Madrid, castilla. Madrid: Consejería de Educación de la comunidad de Madrid y Visor libros, pp. 13-25

[1] Se refiere a Antonio de Trueba, escritor vasco, conocido también como “Antón de los Cantares”

[2] Se está refiriendo a la placa que existía en la calle Cervantes, en la que entonces se creía su casa natal.

[3] Bula concedida por el Papa Inocencio VIII, como recompensa por los servicios prestados al noble Iñigo López y Quiñoñes, segundo conde de Tendilla, y  que otorgaba una serie de favores a los habitantes de Meco y a otros pueblos vecinos, por los que sus habitantes tenían, entre otros privilegios, estar eximidos del precepto del ayuno durante los viernes así como otros días a lo largo del año