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Luis Palop: Del relato y otras soledades / Por Vicente Alberto Serrano

Luis Palop: Del relato y otras soledades / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

Prologaba Roberto Bolaño su propia antología, Cuentos (Ed. Anagrama) con una serie de consejos, precisamente sobre el arte de escribir cuentos. Confesaba tener entonces cuarenta y cuatro años y afirmaba rotundamente que: «Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si se ve con energía suficiente, escríbalos de nueve en nueve o de quince en quince». Avisaba líneas más abajo del peligro que supone escribirlos de dos en dos e incluso de uno en uno porque resulta: «…un juego más bien pegajoso de los espejos amantes: una doble imagen que produce melancolía». Como buen maestro, después aconsejaba, con una larga lista, la imprescindible conveniencia de leer a una serie de autores fundamentales: Horacio Quiroga, Felisberto Hernández, Borges, Rulfo, Monterroso, Cortázar, Bioy Casares, Jules Renard, Marcel Schwob, Poe, Vila-Matas, Raymond Carver, Chéjov… Pero (son sus palabras textuales): «Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. […] Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura».

90 relatos

El libro que acaba de publicar Luis Palop, Disparos desde el trapecio (Ed. Evohé) contiene 90 relatos. Del mismo modo que ignoro, aunque intuyo, sus lecturas, desconozco también si están escritos, o no, en racimos como aconsejaba Bolaño. Luis tiene cuarenta y un años. Esta, su opera prima, se presentaba hace pocos días en los bajos de la Librería Diógenes, un acogedor rincón que nos evocó de inmediato aquellos lejanos tiempos de juventud en que nos apasionaba hablar de literatura, conspirar, intercambiar lecturas, descubrir autores… En la solapa de su libro se nos aclara que a Luis le gusta tocar la guitarra, ver películas y escribir. Sabemos que ha grabado un disco, las canciones están compuestas e interpretadas por él y desde el título del primer tema, “Ítaca” se sugiere toda una declaración de intenciones. Alega que por motivos de supervivencia y decoro social, trabaja dirigiendo el Área de difusión y comunicación del Museo Arqueológico Regional. Por lo visto con sumo acierto, según pudimos apreciar en las palabras de Enrique Baquedano director de Museo, hombre de lecturas científicas que sin embargo, no sólo se prestó a presentar el libro, sino que elogió –porque había sabido apreciar– la magnífica textura de estos relatos de humor surrealista que –según él– enlazan perfectamente con aquella posmodernidad de los ochenta y que, sin duda, podrían haber sido ilustrados perfectamente por Ceesepe, Nazario, El Hortelano o las fotos de Ouka Lele y Alberto García Alix. Incluso se atrevió a leer su relato favorito: “Diálogo en caída libre”, y fue como regresar a los humoristas de la generación del 27: Jardiel, Edgar Neville, Tono, López Rubio o Mihura.

Escribir para ligar

En la presentación, el autor tras citar a Walter Benjamin. Comentaba que los relatos estaban dedicados a «Natalia y Héctor. Principio y fin», su mujer y su hijo; porque la ilusión era verlos publicados para mostrárselo a aquel cuando creciera. Por eso se empeñó en el proyecto cuando algunos de los que los habían leído –entre ellos su director Baquedano– le animaron a buscar editorial; no solo eran publicables, sino que los consideraban excelentes. Aunque él nunca se había considerado escritor; decía que había comenzado a escribir para ligar. Al parecer le fue bien. Recordé entonces que en mi generación -debíamos ser más vagos- paseábamos un libro para ligar. Durante mucho tiempo llevé bajo el brazo Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas de Umberto Eco (de. Lumen), pero nunca me comí una rosca. Sin embargo un conocido sacaba cada tarde a la Plaza de Cervantes uno de los primeros vinilos de Bob Dylan, Nashville Skyline, aquel en el que interpretaba un tema con Johnny Cash y se las llevaba de calle, o más bien de casa a escuchar el disco.

Para leer en el ascensor o en el metro

Mi admirado Enrique Jardiel Poncela escribió una colección de relatos que tituló Para leer mientras se sube en ascensor (Ed. Aguilar). Los relatos de Luis no se me antojan como disparos desde el trapecio, sino más bien como fogonazos desde una cuerda floja que parecen mover, con muy buen ritmo: Kafka, Borges, Julio Ramón Ribeyro, Julio Cortázar, Augusto Monterroso y hasta el mismísimo Ramón Gómez de la Serna. Sus relatos son para leer en un ascensor, en el metro o en la consulta del dentista. Es un libro para trastear y sumergirse en historias que tal vez se olviden de inmediato, pero que luego se remueven en la memoria para que nosotros les demos continuidad. Me imagino a Luis trazando cada día una primera frase y después desenvolviendo una madeja en la que él mismo queda atrapado. Todos y cada uno de sus relatos, magníficamente perfilados desde la síntesis, contienen guiños personales; algunos intuyo que bastante íntimos. Pero también homenajes evidentes cuando, desde su condición de músico, los titula a veces con versos de Dylan, de David Bowie y hasta de Serrat, aquel que logró familiarizarnos con los rotundos poemas de Machado, Miguel Hernández o de Salvat Papasseit, y también con sus pequeñas y cálidas historias, relatos tan breves e intensos como los de Luis.

El secreto de Hamed

Es el título de la última historia que compone el libro. Creo que algunos de sus párrafos resultan emblemáticos para entender mejor a su autor: «Hamed escribía por una mezcla de devoción, vanidad y disciplina. No era un gran devorador de literatura, pero desde bien chico tuvo claro que el escribir era un acto sagrado». Leyendo esto y todos y cada uno de sus relatos, estoy convencido que Luis ha tenido siempre muy alejados a Cela y Umbral, como aconsejaba Roberto Bolaño.