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La reaparición / Por Antonio Campuzano

Más en el mundo de la tauromaquia, sin duda. Pero en el universo de la política también se ha dado algún caso. Los toreros, máxime cuando han cubierto etapas de gloria en los ruedos, declinan su resplandor para, pasadas unas temporadas, volver a tantear los trastos. Ese reconocimiento táctil de las telas y las ayudas de maderas y aceros en el caso de los matadores de toros resulta más romántico y artesanal que lo comparable a los políticos cuando vuelven a las tareas que abandonaron en su tiempo.

13 años después de la salida del gobierno nada honrosa, en 2004, con el atentado de Atocha como compañero de despedida y con el acompañamiento de unas jornadas poco edificantes para decir adiós, sin que además participase en aquella liza electoral, vuelve José María Aznar atestado de emociones y arsenales de objetividad por cuanto lo que se gobierna desde las filas de su formación, el Partido Popular, no convence a su fundador. Es decir, él mismo.

Quien torció el pulso de Felipe González a la tercera contienda, quien ganó dos veces consecutivas, la segunda de las cuales por mayoría absoluta. Quien remató, según sus sagradas escrituras, la transición, a falta de ser rematada por aquella prolongación anómala de González durante tantos años. La última sonrisa que se recuerda de Aznar con verdadera proyección es la inmortalizada en las Azores, en la foto célebre junto a Blair, Bush y Durào Barroso, el 15 de marzo de 2003.

Todos ellos han tenido suerte dispar, pero ninguno como Aznar rumia todos los días del año con ese ronroneo interior de las venganzas y las nostalgias desatadas con el furor espasmódico de las convulsiones sufridas de verdad.

El convencimiento del designio de la persona elegida acompaña al propio Aznar cuando se habla de sí mismo con mucha mayor determinación que a cualquiera de sus entusiastas seguidores. Él cree en José María Aznar como solo él sabe creer. Él sabe mejor que nadie que está llamado a corregir el error que él mismo originó y que se llama Mariano Rajoy.

Stefan Zweig, en María Antonieta, cuando recorre la biografía de la reina truncada por la revolución, habla de su boceto de pintura hecho por Luis David, que la esboza camino del patíbulo con “la boca cerrada con soberbia, como si gritara hacia adentro”. No otro es el gesto conceptual de Aznar, la soberbia y la boca cerrada. Eso sí, con la compañía del existente/inexistente bigote, sobre cuya existencia y lo contrario se cruzan apuestas. Él y un pequeño puñado de íntimos saben si ese bigote es o no es afeitado.

La reaparición, gran cuestión. De Gaulle fue presidente del gobierno provisional de Francia tras el fin de la contienda mundial hasta 1946, no llegó a dos años, y tuvo que reaparecer en 1958, exigido por las circunstancias. Andreotti, durante 20 años, de 1972 a 1992, ocupó la silla de presidente del Consejo de Ministros en tres etapas, total ocho años de gobierno. Pero no menos exigido por las condiciones objetivas de la República de Italia. No parece ser el caso de Aznar, quien desemboca en sí mismo para hacer aparecer su figura en el cajón mágico donde él mismo se había introducido a voluntad. Al principio, al introducirse, no recurrió a la prestidigitación, pero en la reaparición sí que lo ha hecho. Los motivos sólo a él alcanzan. Ciertamente, si se materializa de nuevo en la escena política, los mapas extraídos de la doble cita electoral pueden sufrir algún que otro desgarrón, incluso algún incendio como la cartografía de La Ponderosa, el rancho de Bonanza. Y nadie lo sabe mejor que Pedro Arriola, quien ya se lo ha apuntado al oído al presidente Rajoy, de quien se espera algún que otro monosílabo para zanjar esta cuestión para hacerla prolongable por otras numerosas vías que impidan esta reaparición apenas querida, apenas deseada.