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Hipotecada por el amor de un carnicero… / Por Anabel Poveda

Hipotecada por el amor de un carnicero… / Por Anabel Poveda

Desde hace un mes vivo sin vivir en mí… Yo que barajaba hacerme vegana me acabo de enamorar de un carnicero. Es tal el enganche que voy a comprarle a diario, estoy pensando incluso pedir un crédito personal porque mi economía se está resintiendo.

Todo se remonta al cumpleaños de mi madre. La reina de la casa decidió celebrar los 64 con una merendola multitudinaria en el Mercado de Las Águilas, uno de los escasos espacios que quedan en Madrid llenos de puestos con género fresco y tenderos con oficio que tratan a las clientas como princesas.

Mientras el grupo de jubilados se ponía fino capuchino de chocolate con porras, (previa ingesta de doble tanda de pastillas para el corazón, el azúcar, el colesterol, los triglicéridos y mucho omeprazol), aquí la rubia, convaleciente aún de una gastroenteritis de las que literalmente te tumban, se dispuso a buscar un puesto para comprar un poco de jamón de york y pavo sin sal, por aquello de seguir a rajatabla la dieta blanda de arroz cocido y carne sin sabor.

Mi hermano, carnívoro convencido, decidió acompañarme para comprar él también un poco de fiambre… dimos una vuelta y el olor nos llevó como a Carpanta hacia un puesto enorme con un mostrador de los que te comerías hasta el mármol metido en pan.

Parados ojipláticos ante tal cantidad de manjares, echamos un vistazo rápido al género y, mientras mi hermano miraba los precios del jamón de jabugo, yo le echaba el ojo a la única pieza sin precio de la tienda: el carnicero.

Jovencísimo, guaperas de barrio con piercing y muy resuelto, vino dispuesto a vendernos hasta su delantal si hacía falta.

-¡Buenas parejita! ¿qué os pongo?- (Empezamos mal con el parejita… es evidente que el chavalito me acaba de acoplar de novio o marido a mi hermano, a ver cómo dejo yo entrever el parentesco real sin que suene a canteo explicativo).

– Yo quiero jamón de york y pavo sin sal, él que pida lo que quiera que son cuentas separadas.

– Muy bien pareja pues vamos cortando lonchas finitas…- (y daleeeeeee con el pareja, ¡que es mi hermano leche! ¿No ves que somos dos clones, la misma cara, los mismos ojos, los mismos genes?).

El conflicto duró lo que tardó en reaccionar el listo de la familia que puso las cosas claras soltando un inequívoco:

– ¡Hermana te voy a comprar un poco de jamón del bueno que eso te cura la gastroenteritis en treinta segundos!.

– ¡Claro que sí hombre, eso le cura a tu hermana todo, todo, todo! (Vaya, por fin se ha dado cuenta de que no es mi novio, que mi novio es él aunque todavía no lo sepa).

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Tras una cata de quesos, jamón y versiones exóticas de los macarons franceses de foie y mascarpone, el guapo nos sacaba una cuenta de 72 euros (porque es capaz de venderle hielo a los esquimales), nos daba las gracias encarecidamente por haber ido a verle y nos emplazaba a volver a la tienda cuando quisiéramos.

Y tanto que he vuelto. Vuelvo a diario. Cuando no me compro cuarto kilo de chopped, me pongo hasta arriba de mortadela, congelo puntas de jamón para hacer caldo, pruebo los quesos más exóticos del planeta y pido créditos personales para llevarme cien gramitos de pata negra o unos chuletones de Ávila.

Me he vuelto compradora compulsiva y no sé cómo pararlo. Mi incipiente anemia lo ha agradecido, porque tengo el hierro como en mi vida con tanto solomillo de ternera, pero no creo que mi economía pueda soportarlo mucho más tiempo y la báscula tampoco.

O le digo pronto que muero de amor por sus huesos, los suyos suyos… no los caparazones de pollo y el espinazo salado que me vende, o me ingresarán con un ataque de gota como si fuera un rey del siglo XVI.

He decidido darme unos paseos por el mercado a ver si me flecho con el dueño de una frutería y me desintoxico…