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El día que Max Aub mató a Franco / Por Vicente Alberto Serrano

Desde la Biblioteca de Babel

No fue un día cualquiera del 59. En concreto ocurrió aquel luminoso domingo del 19 de julio. El taxi le dejó a la mitad de la calle Génova. Bajó andando hasta la Plaza de Colón. Llegaba tarde, el desfile del vigésimo aniversario de la Victoria ya había comenzado. Sin embargo se dirigió con toda tranquilidad hasta la tribuna de agregados militares. Vestía el impoluto uniforme de gala del teniente de infantería Silvano Portas Carriedo, portorriqueño, destinado en la embajada norteamericana y al que había dejado en la habitación del hotel, totalmente traspuesto, sumido en una explosiva mezcla de soporíferos y alcohol –tras una larga noche de desenfreno– usurpándole personalidad y vestimenta. El centinela se cuadró al informarle que traía un mensaje urgente para el general Smith, agregado militar de Estados Unidos. «…se abrió paso hacia la esquina izquierda del tablado. Apoyó la pierna zoca contra el barandal. A diez metros, en el estrado central, Francisco Franco presidía, serio, vestido de capitán general. [Él] sacó la pistola, apoyó el cañón en el interior de su codo izquierdo doblado. Disparó al paso de unos aviones de caza. El estruendo de los motores cubrió el de los tiros. El generalísimo se tambaleó. Todos se abalanzaron. [Él] entre los primeros, la pistola ya en el bolsillo del pantalón. Poco después, se zafó de la confusión, subió por Ayala hasta la calle de Serrano y alcanzó un taxi…»

Después del magnicidio

Fue imposible capturar al autor del atentado. Tras la muerte súbita del Caudillo se formó un Directorio Militar presidido por el general González Tejada, al que le sucedió el pronunciamiento del general López Alba en Cáceres. Más tarde la proclamación de la Monarquía, rápidamente derrocada por el advenimiento de la Tercera República. Mientras tanto, Él, con pasaporte portorriqueño prestado, llevó a cabo el amplio tour por Europa que previamente había contratado en la Agencia Hispanoamericana de Turismo de la Plaza de España. El 7 de agosto llegó a París y hasta el 13 de septiembre no desembarcó en Veracruz. Pasadas las fiestas patrias, el día 17 se reintegró al trabajo en el Café de la capital mexicana.

Max Aub cubiertas

Cubiertas de las primeras ediciones mexicana (1960) y española (1979) del relato de Max Aub. (Biblioteca personal de V.A.S.).

He venido, pero no he vuelto

Max Aub, al llegar a España, en 1969, no dejó de repetir a todos los medios de comunicación una frase bastante clarificadora: «He venido, pero no he vuelto». Efectivamente visitó nuestro país, pero con un visado de apenas tres meses y la excusa de realizar una serie de entrevistas para un libro que estaba preparando sobre Buñuel. De regresó a México, no solo llevaba el material de las 45 entrevistas con las que construir el andamiaje de su “novela”, sino también las abundantes y amargas páginas de La gallina ciega, un “diario español” que la editorial mexicana Joaquín Mortiz publicó en 1971. Un libro tal vez tan descarnado y desolador como Campo de almendros (Ed. Castalia); porque si en aquel trazaba la impotencia de los vencidos tratando de huir, en este describe la realidad que percibió en el país que tanto había añorado desde la distancia. «Lo malo –llegaba a afirmar– es que este libro no se venderá en España, y cuando pueda circular libremente nadie sabrá de qué estoy hablando».

Max Aub y León Felipe

Max Aub con León Felipe en México D.F. (Fundación Max Aub, Segorbe).

En el Café Español de México D.F.

Ignacio Jurado Martínez, natural del estado de Sonora y mesero titular del Café Español de México D.F., sí que sabía demasiado bien de lo que hablaban aquellos refugiados españoles que comenzaron a aparecer por el Café a partir de mediados del 39. Con sus palmadas violentas para llamar al camarero y sus inacabables discusiones en voz alta, se fueron adueñando del local, desplazando a los autóctonos que terminaron por quedar solo para los desayunos, ya que afortunadamente los españoles no eran muy madrugadores. Las tardes sempiternas eran dominadas por Pedro Garfias, León Felipe, José Bergamín, Emilio Prados, Juan Rejano, Juan Larrea… y aquella extensa nómina de vencidos cuya conversación, un día tras otro, giraba de modo inevitable y cansino sobre el mismo tema: «Cuando atacamos la Muela… En Brunete cuando yo… En el Norte, durante la retirada… El día que volvamos… Cuando caiga Franco… El día que Franco se muera…» Desde el hartazgo insoportable de sufrir a diario la misma cantinela, Nacho Jurado Martínez tomó una sublime decisión: viajar a España para matar a Franco. Como México no reconocía el gobierno franquista, tuvo que pedir prestado el pasaporte a su amigo y compañero, el camarero portorriqueño Fernando Marín. No, no fue Max Aub quien mató a Franco, sino su alter ego, pero él fue quien nos contó tan insólita hazaña en un breve relato: La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco (Ed. Seix Barral). Al parecer, cuando Nacho regresó de su arriesgada misión, los refugiados seguían discutiendo sobre lo mismo. Según nos cuenta Max Aub al final del relato: «Ignacio Jurado Martínez se hizo pequeño, pequeño, pequeño: hasta que un día no se le vió más. Le conocí más tarde, ya muy viejo, duro de oído, En Guadalajara [Jalisco]».

Diez años más tarde

Fue en 1969 cuando Max Aub visitó España y aparte de la tristeza y el desencanto que le supuso el reencuentro, también descubrió con amargura que Nacho había errado el tiro aquel domingo lejano de desfiles victoriosos. Seguro que entonces irrumpieron en su memoria los versos doloridos de su amigo León Felipe: «Franco…, el sapo iscariote en la silla del juez repartiendo castigos y premios, / en nombre de Cristo, con la efigie de Cristo prendida del pecho, / y yo, callado aquí, callado, impasible, cuerdo…». Versos que deberían servir para una memoria que hoy, al parecer, hace aguas en algunas instituciones. Desde cierta ignorancia supina, inmersa en un progrerío trasnochado que, sin pudor, son capaces de intentar arrebatarle a una sala de teatro el nombre del autor que, aparte de inventarse la vida y la obra del pintor Jusep Torres Campalans, se sintió con fuerzas y parecido optimismo para elaborar, desde el exilio, su discurso de ingreso en la Academia Española de la Lengua, titulado El teatro español sacado a la luz de las tinieblas de nuestro tiempo (Ed. Fundación Max Aub). En sus páginas trataba de analizar la ucrónica evolución –a partir de 1936– en la obra dramática de autores como Lorca, Alberti, Miguel Hernández, Altolaguirre, Bergamín, los hermanos Machado, Pedro Salinas, Azaña, Casona, Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Lauro Olmo, Jorge Semprún o Fernando Arrabal, entre otros. Un guiño que editó con una tipografía y encuadernación muy similares a las entregas de la RAE y supuestamente fechado en Madrid. Al inicio de su intervención –diciembre de 1956– agradece la presencia del Señor Presidente de la República y el honor y la responsabilidad que supone suceder a don Ramón María del Valle-Inclán en el sillón i minúscula.