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Adopté un tío y me quitaron la custodia… / Por Anabel Poveda

Adopté un tío y me quitaron la custodia… / Por Anabel Poveda

Por Anabel Poveda (*)

Una vez das el paso de meterte en una red social de ligoteo, está todo listo para lanzarse al mundo del amor virtual. Con red y perfil activos, una noche cualquiera se despierta tu instinto adoptivo y te pones a hacer la compra a las doce de la noche:

Seleccionas… hombres, de 35 a 43, de la Comunidad de Madrid, no fumadores, te enfrentas a una lista interminable de candidatos y empiezas a deslizar el dedo como cuando jugabas a los cromos… “Nole, nole, nole, nole…” y de repente ¡ahí está él! Ojazos verdes, sonrisa profident, hombros marcados y, cómo no, la cabeza afeitada porque tienes que reconocer que te encantan los calvos, por mucho que tus amigos exijan por contrato que tu próxima pareja tenga más pelo que El Puma.

Lo metes en tu carro como producto estrella y él tarda dos segundos en saludar. A partir de ahí conversaciones interminables, complicidad, risas, mensajes mañana, tarde y noche hasta que intercambias teléfonos y pasas al socorrido whatsapp. De repente el guapísimo se tira al barro y te organiza un plan de viernes que no puedes rechazar, así que, nerviosa, te repasas el perfil que has ido dibujando del susodicho y te preparas para elegir el personaje que interpretarás en tu cita con él: “38 años, guapo, deportista, runner compulsivo, soltero, profesión liberal, posición económica acomodada, viajero, culto, con recursos sociales”… recapacitas y, aunque te gusta más que comer con los dedos, asumes que tiene toda la pinta de ser el típico soltero ligón empedernido que, seguramente, buscará una única cita con final feliz y desaparecerá de tu vida para siempre.

Con eso bien claro en la cabeza levantas tu muro de protección anti “pupitas” y decides disfrutar de la cita sin más pretensiones.

Llega el día, atacada te arreglas y según sales del gimnasio con tu tacón y tu cazadora de cuero ahí está él, más guapo aún que en las fotos, apoyado en su cochazo y con unos dientes de los que no salen destellitos (como en las películas), porque es de noche. Te saluda con sonrisa pícara, súper caballero te abre la puerta del copiloto y te lleva a cenar al sitio perfecto… lo que te confirma que tiene más tablas que Kasparov.

Tú, metida en tu personaje de soltera autosuficiente que no espera nada de nadie, cómoda en tu papel, sonríes y flirteas en la cena mientras la cosa fluye.

En mitad de la conversación, hablando de todo y de nada él te pregunta:

– ¿Oye te gustan los niños?-. (Cualquiera que me conozca un poco sabe que la respuesta a esa pregunta es, “no me gustan, me encantan, me los como a bocaos, los adoro, me chiflan los hijos de mis amigos y disfruto malcriándolos a base de abrazos”) pero tu cerebro lo identifica como pregunta trampa y piensas en medio segundo… “si a este perfil de soltero empedernido le digo que me gustan los niños sale corriendo y no para hasta llegar a Valencia”, así que, por primera vez en tu vida, decides mentir, y contestas con voz de sobrada:

– Pufff, no, no me gustan los niños, no me interesan la verdad-. Y llega el giro dramático… su cara se transforma como por arte de magia y responde… – Vaya, pues tengo una niña de 4 años que vive conmigo y por ella MA-TOOOOO…-.

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Excusa decir que querer morir o que se abra una trampilla en el suelo y te haga desaparecer del mundo se queda corto con lo que sentí en ese momento.

Intenté remontar y arreglar el desaguisado, pero no lo logré… la cena se tornó fría e incómoda a partir de ese momento y todo se estancó… terminamos de cenar, sin postre, ni café, me llevó a mi coche como si estuviéramos en un circuito de Fórmula Uno, dos besos, un ten cuidado en la carretera muy paternal y la certeza de que no le vería más…

De vuelta a casa, enfadada conmigo misma hasta límites insospechados se me cayeron las lágrimas y sentada en mi salón con insomnio, metí la mano en la maceta de mis geranios y cogiendo un puñado de tierra mirando al techo me dije: “A dios pongo por testigo de que nunca más volveré a mentir en una cita para quedar bien con un desconocido”. Moqueé otro buen rato al más puro estilo “Chica Almodóvar”, comprobé sin sorpresa que el protagonista de la velada había salido por patas de mi cesta de la compra, cancelando el proceso de adopción y yo, muerta de vergüenza, cerré definitivamente mi cuenta convencida de que no valgo para estos paripés modernos.

Seis meses he tardado en superar el trauma y volver a entrar, esperando que no se haya corrido la voz en la aplicación de que soy una cretina. Al menos aprendí la lección y no me pillarán en otro renuncio… nunca más. Si mi vena maternal se reactiva y decido adoptar otro muchachito desvalido ¡espero ser más lista y que no tenga que buscar otra madre en hora y media!